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2.3 Lógica: un «adagio molto e cantabile»

 

 

 

La consideración lógica de la verdad puede ser abordada con una lentitud solemne según las tres claves metodológicas antedichas. Identifiquemos el tema melódico de este «adagio molto e cantabile».

 

1) Sin duda cada uno hemos sido testigos alguna vez de la rabia sectaria que pretende tener la razón a toda costa[1]. Tanto en la academia como en la calle, en la plaza y en la mesa habemos personas que pretendemos imponer el propio punto de vista parcial absolutizando la propia perspectiva y relativizando las opiniones y razones de los demás. Quisiéramos que la nuestra fuera la verdad absoluta, y la opiniones de los demás fueran biodegradables. Nos recostamos en nuestro sofá de confort ‘dogmático’ con la ilusión soporífera que nos hace suponer que poseemos toda la verdad y los demás están en la pura mentira.

 

Esta actitud, que a veces se pasea también por nuestras aulas, se disfraza intelectualoidemente en el carnaval del «positivismo teológico» literalista e historicista, como le llama Balthasar. En estas circunstancias, la nuestra se convierte en una palabrería fría y muerta, y nuestros discursos se consolidan tan fundamentalistamente que parecen la petrificación de un ídolo vacío. En fin, pareciera que de vez en cuando se nos olvida que la verdad no es una prostituta que le abre sus piernas a cualquiera, sino una dama que corresponde exclusivamente a aquél que verdaderamente le ama.

 

2) Las pretensiones gnoseológicas de autosuficiencia prometeica y narcisista anteriormente descritas como actitudes que a veces se hacen presentes en nuestra vivencia, contrastan con la menesterosidad originaria del bebé que una vez fuimos tú y yo. En aquellas circunstancias de total dependencia el amor nos salió al encuentro, no sonrió con autoentrega, y en ese mismo abrazo al darse también nos declaró una firme confianza en la que podíamos reposar mientras se fuera develando poco a poco la comprensión de todo lo que nos rodeaba. Ese amor se mostró comprensivo y nos ha ayudado a comprender lo más significativo de la vida. Todavía hoy el amor sigue develando el sentido de nuestra vida y de nuestro mundo. El amor se devela y nos dice el sentido de la verdad, nos hace compresivos y nos hace sentir comprendidos. Nos hace comunicativos y nos invita a dialogar con los otros. El amor se dice, se declara verdaderamente, es locutivo, se devela, se hace inteligible…, pero también calla enigmáticamente. Por tanto, la locución del ser es compatible con el misterio.

 

A partir de este núcleo se llega después a descubrir que ese amor que se expresa compresivamente coincide con la develación enigmática que nos hace vislumbrar el sentido de todo lo existente, y que gracias al amor todo es inteligible, aunque con límites, porque el amor también nos hace conscientes de la finitud de nuestra inteligencia y respetuosos del misterio. Así pues, la filosofía nos ayuda a descubrir que la verdad consiste en la develación enigmática del ser por medio del rostro del amor, gracias al cual el ser se dice paradójicamente como verdad manifiesta y oculta, porque sabemos algo, no todo ni exhaustivamente. El misterio del develamiento del ser está relacionado íntimamente con la naturaleza del amor porque la verdad es la medida inteligible del ser, pero el amor es la medida de la verdad[2]. En este sentido, quien más sabe intenta con esfuerzo una adecuación entre la develación de la verdad y su ocultamiento, y entre inteligibilidad y confiabilidad en esa verdad enigmática, que no es demostrable exhaustiva ni concluyentemente. Esa verdad abierta y viva no se deja amordazar en un sistema concluso y totalitario.

 

Por consiguiente, el amor a la verdad ayuda a superar la rabia sectaria de querer imponer al otro las opiniones propias, y ese amor está, hasta tal punto, convencido de la verdad que incluso se dispone, por amor a la totalidad de sentido, a renunciar al propio punto de vista parcial[3].

 

3) La interpretación teológica de los datos vivenciales y de la reflexión filosófica anterior transfigura el rostro de la verdad, especialmente si consideramos que, desde la visión cristiana de Balthasar, el Espíritu Santo es el guía y el intérprete auténtico que nos conduce a la verdad completa, es decir, es el explicador que nos lleva a comprender la encarnación económica de la verdad personal que es el mismo Jesús, y que da testimonio de ella.

 

Así pues, surge esta pregunta: ¿Tiene la verdad económica un origen intratrinitario? Balthasar responde con una afirmación contundente. La verdad inmanente es el mismo amor trinitario interpersonal. Por eso mismo, Jesús, en cuanto verdad económica, es la develación del misterio del eterno amor intratrinitario, manifiesto en la historia de modo eminente en la cruz. El Espíritu Santo, al conducirnos a la verdad completa, nos hace participar por la redención y la santificación, en una relación íntima e interpersonal de la vida trinitaria, que es autodonación del Padre, agradecimiento eucarístico del Hijo y comunión de amor en el Espíritu. En esto consiste el nacer de Dios y el nacer del Espíritu. Este amor es la verdad que simultáneamente se devela y se oculta en el misterio de la cruz. Ahí Dios se dice a sí mismo en la adecuación teo/lógica entre develación y ocultamiento en el misterio. En la cruz la develación (a)-lh/Jeia) de la verdad encuentra un apoyo de confiabilidad (emeth) en el misterio del amor trinitario. El Espíritu Santo, en cuanto guía y explicador de la verdad completa, da testimonio de ese amor trinitario del Padre en el Espíritu, que es la verdad develada en el Hijo; por eso, éste dice ‘Yo soy la verdad’. El Espíritu es por antonomasia el exegeta de Dios. Sin su gracia, la interpretación de la Escritura no es algo más que espulgar las larvas nauseabundas de un ídolo en putrefacción.

 

Por lo tanto, la participación en ese amor, por gracia del Espíritu, no sólo es insustituible para la interpretación verdadera de la Escritura, sino que también es completamente necesaria para ser incluidos en las relaciones de la gracia procedente del seno trinitario, en el que el Espíritu Santo es el Don personal de ese amor del Padre al Hijo. Al cristiano que participa eclesialmente en la verdad trinitaria, al obrar y reflexionar como teólogo, le es necesario desembocar en la glorificación y adoración trinitaria. Su acción y su reflexión teológica se convierte en un «adagio», en un himno solemne que canta con serenidad afable al amor de Dios. Sin participar en ese amor la teología sólo diseña ídolos vacíos.

 

En conjunto, la Teológica es capaz de dar pleno sentido a los cuestionamientos acerca de la verdad, nacidos de la vivencia y de la reflexión filosófica. La verdad trinitaria devela la desnudez y pobreza de los intentos humanos por afianzarse en la posesión total de la verdad. Desde la develación económica del misterio del amor verdadero y confiable del Padre por el Hijo en el Espíritu, uno se siente invitado a dejarse abrazar por la verdad, a dejarse encontrar por ella, más que a poseerla, porque ésta es indisponible, es decir, no se deja amordazar por ningún monopolio instrumentalizante. La verdad desborda todo sistema y todo método, y desborda nuestra inteligencia finita. Es inteligible, pero no exhaustivamente. La verdad es inteligibilidad, develación, misterio, participación y confiabilidad en el amor trinitario.

 

 

 

 

[1] Cfr., Id., Teológica…, I, 129

 

[2] Cfr., Ibid., I, 257.

 

[3] Cfr., Ibid., I, 129

 

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