top of page

1. Economía liberal

Cuatro tendencias nocivas 4/4

1.4 Predomino de la ideología econométrica e ideología de mercado


Para la ideología economicista los vínculos sociales se “gestionan” y se “reglan” como si fueran cosas enteramente cuantificables, a fin de aplicarles las leyes supuestamente objetivas, anónimas y racionales de incentivos, costos y beneficios. La mano de hierro alcanza incluso a la cultura y a la academia, que son sometidas a sus redes y a su lógica.

 

De la ideología economicista brota una concepción de la economía diversa a la que estamos acostumbrados. El método econométrico (economía + fórmulas algorítmicas) se convierte en ideal para medir el valor de todas las cosas. También para medir el trabajo humano. Las personas (trabajadores o funcionarios) son transmutados en “recursos”, calificados de más o menos eficientes de acuerdo a los intereses del desarrollo del capital. Es la última etapa del proceso racionalista, es decir no racional de la humanidad.


Pero cuidado. Al hablar de “economía” no nos referimos principalmente a su tradicional función de satisfacer las necesidades de los hombres. El punto central que la define ha mutado: hoy se trata pura y simplemente de la acumulación de utilidades.


Pero no cualquier acumulación. Hay “utilidades” que no se relacionan con la creación de la “riqueza”. De hecho, gran parte de las “utilidades” se obtienen hoy fuera del círculo virtuoso de producción de bienes y servicios reales. Son utilidades que nacen de la especulación de infinitos instrumentos financieros que se han venido creando para tales efectos. Una especulación muy particular, porque la utilidad se genera exponencialmente a partir de la creciente titularización de la deuda privada y pública. Durante más de dos décadas, la base del crecimiento económico ha consistido, en gran parte, en la acumulación del endeudamiento, observa Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía. Los bancos se han salvado reiteradamente de sus prácticas crediticias imprudentes mediante rescates, que terminan siendo pagados por los contribuyentes. La lista de los rescates y sus cifras son abrumadoras. Respecto a la deuda pública, The Economist ha publicado The Global Debt Clock, que marca su volumen mundial:

 

»En los últimos años la deuda sube más rápido que el crecimiento económico, anota. ¿Esto importa? Sí. Los Gobiernos del mundo deben el dinero de sus ciudadanos, no de los marcianos”«.

 

Hay otra pretensión peligrosa, que va transformando el neocapitalismo en una forma de economía profundamente antihumana: es la tendencia a sustraer ámbitos cada vez más amplios de la vida en común, de las relaciones sociales, para convertirlos en relaciones comerciales. Incluso los accciones humanas y actos del hombre más simples, como amar, soñar o contemplar la naturaleza están siendo colonizados y gestionados con una extensión creciente por los agentes económicos.

 

Constata Raúl González Fabres que el gran mal de la modernidad económica consiste en ampliar sin descanso la zona monetarizada de la vida, excluyendo progresivamente el resto de las zonas, donde impera la ley de la gratuidad, de la donación de sí mismo, de la solidaridad, de la colaboración. La economía se convierte en vulgar crematística, como la llamó Aristóteles, donde se persigue el dinero por sí mismo, no porque se tenga un proyecto que necesita dinero. Lo que era un medio dentro de una colección de medios que luego engranaban en una actividad personal no dineraria, acaba convirtiéndose en un fin en sí mismo.


Otra pretensión inaudita ha sido convertir la economía en la ciencia madre de todas las ciencias humanas. Y, sin embargo, hasta Richard Posner dedica unas páginas que resultan divertidas sobre la desorientación de los economistas “científicos” en la crisis del 2008. Pascal Bruckner observa en Misere de la prospérité (Grasset, 2002) que la economía crematística pronto abandonael discurso aparentemente científico de las aulas. En la práctica ya no es una ciencia árida, una fría actividad de la razón, sino que se ha convertido en la última forma de espiritualidad del mundo desarrollado. Precipitada en el vacío de los valores, no solo prospera sobre la ruina de los totalitarismos y del mundo político, sino que ha pretendido reconstruir la integridad de la sociedad humana de un modo “demiúrgico”, sobre cánones económico-matemáticos. Pretensión ridícula, pero que a veces se nos impone.

 

El sustento teórico de esta ideología economicista es bastante endeble. Incluso vulgar. Y, sin embargo, sirve de base a innumerables políticas públicas y prácticas empresariales. En lo que se nota la decadencia del espíritu humano en nuestros tiempos.


Uno de los sustentos teóricos más difundidos de esta ideología tiene que ver con la concepción del “mercado”. La valoración del mercado, en sede económica, es susceptible de diversas apreciaciones según el rol que se le atribuye al interior del sistema, de acuerdo a las diferentes teorías económicas (cfr. la escuela neoclásica, keynesiana, ordoliberal, distributista, etc.).

 

Pero la valoración del mercado puede extenderse más allá de su esfera económica y expresarse en una cosmovisión de cómo debiera ser la sociedad. Al mercado se le desorbita de sus propias funciones y se le convierte en meta-criterio para la asignación o distribución de los bienes humanos y canon primordial de relaciones sociales. Es lo que podemos denominar ideología del mercado, núcleo doctrinal del neocapitalismo.

 

La ideología de mercado es el epígono de la ideología economicista surgida en algunos ambientes de la ilustración inglesa y francesa de los siglos XVII y XVIII. Se expresó en su época como un proyecto alternativo de emancipación del hombre. Lograr con la Economía lo que con la Política no se podía obtener: libre entendimiento universal, autorrealización individual, igualdad y paz definitiva entre las naciones. El intercambio sustituye al contrato social ilustrado y a la comunidad fraterna de la Cristiandad. Se ha resaltado el carácter revolucionario de esta ideología. Su materialismo mecanicista y su individualismo extremo le hace prescindir en tanto se pueda de los lazos comunitarios que unen a los hombres, subordina la Política a la Economía, reduce la familia a unidad de consumo, asfixia la genuina riqueza asociativa –la no embridada por el ánimo de lucro-, promueve la uniformidad y la masificación, y con ello el desarraigo. Ciega además las fuentes de la justicia conmutativa, distributiva y legal. Y opera una desvergonzada transmutación moral, al promocionar el egoísmo, la avaricia y la codicia (antiguos vicios repudiados por la moral católica y la antropología clásica).

 

La ideología económica ha sido analizada por muchos pensadores de nuestro tiempo: conservadores como Wilhelm Röpke, Andre Piettre o Rafael Gambra, liberales de izquierda como John Kenneth Galbraith, socialistas sui géneris como Karl Polanyi, neomarxistas como David Harvey, inclasificables como Louis Dumont o Pierre Rosanvallon. Es posible hacer una conjunción complementaria de algunos de sus aportes si se los mira desde la perspectiva que nos interesa destacar aquí: la ideología de mercado como exceso y como mengua del hombre, el que queda sometido a un “quantum”, pieza móvil del proceso productivo.


A partir de la última crisis financiera mundial, los absurdos antihumanos de la ideología de mercado han sido nuevamente objeto de análisis. Es conveniente citar también la Doctrina Social pontificia más reciente, donde se recuerda la vigencia de los principios económico-sociales de la Cristiandad frente a las tendencias nocivas del neocapitalismo, si bien se echa de menos el antiguo rigor en la condena de la usura, la opresión del pobre y, en general, en la advertencia evangélica contra los “ricos” que no entrarán “al reino de los cielos”. Recientemente, Thomas Picketty ha publicado “Le Capital au XXIe siecle” (Seuil, 2013). Muestra –aunque no estemos de acuerdo con sus drásticas soluciones– que el neocapitalismo viene generando desde hace décadas desigualdades cada vez más irritantes. ¿Cómo ha sido posible? Porque la tasa de remuneración al capital ha sido mayor que la tasa de crecimiento de la economía. Se trata de una política de redistribución ascendente de los ingresos en favor de una mínima parte de la población. Por ejemplo, entre 1989 y 2006, el 10% de la población más rica de los EEUU se llevó el 91% del crecimiento de los ingresos. Y al 0,1% le fue todavía mejor: del 3,5% en 1979 pasó al 11,6% de la torta en 2006.

 

A esto hay que agregar, como se sabe, que la tasa de crecimiento de EEUU y Europa ha sido mucho menor en términos porcentuales con el neocapitalismo (1990-2013) que con el capitalismo industrial anterior a la crisis del petróleo (1950-1973).


Desde el ángulo jurídico económico la singularidad de la ideología economicista consiste en atribuir un papel totalizador al mecanismo de mercado al interior de la sociedad, que se extiende por lógica consecuencia a la distribución de los recursos para satisfacer las necesidades sociales, como la salud, la educación, la vivienda, el transporte, las obras públicas, etc. El mercado es concebido con todas las perfecciones o atributos que la teoría económica asigna al estado impoluto de competencia perfecta: racionalidad de los agentes económicos, atomicidad y transparencia del mercado, homogeneidad de los productos en competencia, libre entrada y salida, y movilidad de los factores de producción. Todas las ventajas de este modelo ideal son trasladadas al mundo real del funcionamiento de los mercados concretos. De tal manera que si a éstos se les deja en manos de su propia lógica, simplemente económica, es posible esperar el máximo beneficio para todos: productores, distribuidores, proveedores y consumidores. Beneficio “máximo” en cuanto al precio, cantidad, calidad, información y satisfacción, porque apodícticamente éste es el fruto de la libre concurrencia armónica de los involucrados en el intercambio.

 

Si el mercado no funciona de acuerdo con este “deber ser”, el fallo no es atribuible a su estructura, predefinida como la herramienta más eficiente del ser humano para la asignación de los recursos. El discurso ideológico del mercado sitúa las deficiencias en las débiles condiciones de la pobre realidad, negligente en su tarea de adecuarse a la racionalidad intrínseca y benéfica de aquél.


A través de este modo de interpretar el funcionamiento del mercado, se supone que (i) todo agente económico es racional, (ii) cada cual busca su beneficio, (iii) todos tienden a alcanzar la máxima utilidad. En otros términos, la maximización de los beneficios, que es guía de la toma de decisiones del empresario, concurre con la maximización de la utilidad, que es guía de las decisiones del consumidor.


La interrogante es, qué sucede si en la realidad no se cumplen los parámetros precedentes. La respuesta de la ideología del mercado es siempre la misma: dichos parámetros son operantes precisamente porque juegan en el equilibrio del sistema el mismo papel que en la cosmovisión cristiana desempeña la Divina Providencia. Por eso es que la disfunción real o posible del mercado no hace mella en el lugar omnipresente que se le asigna, el cual debe permanecer en sí mismo para solucionar sus propios entuertos. De ahí la inmovilidad de las autoridades legislativas o reguladoras ante las graves deficiencias del mercado real. Ser esisten a pensar que la maximización de beneficios de unos pueda realizarse perjudicando la utilidad de muchos, como sucede precisamente en muchas zonas del mercado. O más ampliamente, el problema de la desnaturalización de la libre competencia en manos de los más poderosos bajo formas siempre renovadas les parece una accidentalidad transitoria, que el mercado va a solucionar a futuro con sus propias reglas.

 

Todo esto explica, por ejemplo, por qué el mercado de medicamentos en México se deja a su propio destino, no importa cuántas disfunciones tenga su estructura y su funcionamiento, o cuán injustas sean muchas de sus prácticas.


Desde el punto de vista cultural, esta ideología es catastrófica. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, observa Karl Marx al describir su incidencia en la primera revolución industrial. Y por más que nos duela citarlo, no es menos importante que este autor reconozca la enorme función que cumplió el primer capitalismo en favor del proyecto comunista al disolver el tejido social y familiar de los obreros (con la industrialización urbana) y suprimir (con el auxilio de la legislación liberal) los derechos protectores y autónomos de los gremios y asociaciones premodernas. Análoga constatación formuló la doctrina pontificia por boca de León XIII, aunque desde una perspectiva opuesta. Puede discutirse, como afirma Sennett, que el único aspecto constante del capitalismo sea la inestabilidad. Pero no creo que puede discutirse que ésta sea la cualidad del neocapitalismo.

El horizonte que abre Louis Dumont en su estudio sobre la génesis y el apogeo de la ideología economicista sirve aquí de oportuno marco referencial. Hay que retener su tesis de que la modernidad, como visión de mundo, requería necesariamente de una “ideología económica” en su tarea de redefinir el universo según los parámetros fáusticos del materialismo racionalista y cuantitativo. En ello hay un continuo sorprendente, pero indudable, que va de Locke a Marx, y de Marx a Hayek.

 

Esta ideología ha convertido la economía en una ciencia del cálculo, obsesionada por la cantidad, incapaz de atender a los problemas cualitativos de la existencia humana. La pasión por los números y fórmulas convertida en estilo y método económico conduce a aplanar la realidad y por ello mismo a falsearla.

 

bottom of page