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2. Economía social

Proyecto sostenible 4/4

2.4 Observaciones críticas

 

Desde el ángulo de la cultura económica y de la cultura en general, algunas tendencias peculiares caracterizan al neocapitalismo. A través de él la economía se va volviendo progresivamente inhumana, irracional, inestable, ficticia, fautora del desarraigo, delicuescente y no económica.

 

La economía inhumana se manifiesta en el predominio de la ideología economicista en el modelo de producción y en la concepción del trabajo. La economía irracional se expresa en los diseños disparatados de empresas, negocios e instrumentos financieros para obtener beneficios a corto plazo, aunque con ello se arruine el mercado. La economía inestable tiene su base en la subordinación de la economía productiva a la economía financiera, y la transformación monstruosa de los medios en fines. La economía ficta se construye sobre la economía de la deuda y la violación de la realidad del hombre y de la naturaleza como estrategia para expandir las zonas monetarizadas. La economía fautora del desarraigo es fruto del carácter revolucionario y disruptivo del capitalismo tecnocientífico. La economía delicuescente se obtiene con la transformación de las naciones en meras “sociedades de consumo”, para mantener el sistema. La economía no económica se logra con la inversión del proceso productivo, la piramidalización del capital y la emergencia del “socialismo privado” trasnacional, donde, a pesar del discurso en pro de la libertad, se ahogan todos los presupuestos básicos de la economía libre, que en teoría se dice defender. El denominador común de esta caracterización tan plurivalente del neocapitalismo parece ser la capacidad de licuefacción de todo lo estable, por donde se degrada la propia economía y se fragua su quiebra, a través de crisis cada vez más terminales.

 

El movimiento de dilución aún no se despliega en toda su extensión. Encuentra obstáculos en los hábitos morales y culturales según los diversos países; en zonas de la economía productiva, generalmente localizada y tradicional, que aún mantiene su antigua usanza; y en el inmenso sector “no profit” de la economía contemporánea, donde afloran de manera creciente algunas de las antiguas virtudes sociales no lucrativas.


Medido según sus capacidades, el neocapitalismo es claramente anticivilizatorio. Parece tener potencia para afectar incluso la propia estructura natural de la persona. A este título, puede ser ubicado dentro de la última etapa de demolición (¿previa al caos?) de la modernidad líquida. Es decir, de aquella modernidad, de la que habla Zygmunt Bauman, que después de arrumbar la herencia de la sociedad prerrevolucionaria, se yergue contra sus propias invenciones, en un proceso sin lógica humana de continua mutación.

Esta reingeniería social latente requiere que los patrones humanos se ajusten al nuevo sujeto económico: abandono de la mentalidad metafísica por la materialista y utilitaria; sustitución del hombre contemplativo por el sujeto agotado; inutilidad del ocio frente al negocio; desprecio de la visión general ante la mirada cortoplacista; retracción de la prudencia y expansión del riesgo; reemplazo de la veracidad por la opacidad; y destrucción de la templanza, fundamento del equilibrio del hombre, a fin de que se despliegue al infinito la incontinencia y el movimiento febril. Esta tendencia produce un hombre nuevo y una sociedad nueva, tal como pretendía el materialismo marxista. Esta vez no es por medio de la lucha de clases, sino por las vías pacíficas y placenteras que ofrece el neocapitalismo.

 

Para el Derecho, el neocapitalismo plantea serios desafíos. Transmuta sus instituciones (la propiedad, la libertad de empresa, el mercado de valores, etc.), o les da otro sentido. Tras la cultura económica del capital impaciente, atiza todo tipo de abusos contra la justicia (conmutativa, distributiva y legal), especialmente sensibles en tiempos de empoderamiento de clases medias cada vez más amplias.

 

En el plano jurídico, el neocapitalismo debe ser enfrentado precisamente con principios de justicia. Para tales efectos es inservible la economía “liberal” de mercado que se ha fomentado en nuestro país. Tampoco es útil la ampliación de lo “público” gestionado por agentes estatales. Lo que se traduce normalmente en diversos grados de planificación socialista a fin de imponer el ideal, supuestamente histórico, de la “igualdad” por la igualdad. La “economía social de mercado” recoge algunos principios de justicia que sería oportuno aplicar en Chile con realismo e intensa participación de los cuerpos intermedios. Ni socialismo ni liberalismo, sino realismo y anhelo de amparo de los bienes comunes de nuestra civilización.

 

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