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      PRELUDIO      
La maldición del poder

 

El adicto al poder debe renunciar al amor. Es decir quien a cualquier precio quiere el poder como fin en sí mismo, debe llegar a ser incapaz, para amar y para sentirse amado. Ahí yace el encanto de la saga del anillo maldito del Nibelungo. Con rubor en el rostro nos sentimos avergonzados por aquéllos, quienes como líderes religiosos se han dejado atrapar por los engranajes aciagos de la maquinaria del poder. Paradógicamente se llaman sucesores de los Apóstoles, mientras gobiernan con las estrategias de su mentor Machiavelli y se alejan cada vez más del testimonio del verdadero Maestro de Galilea. Su versión oficial de los hechos se desmorona como los engaños políticos de la PGR a lo largo de las últimas décadas en nuestro México corrompido por el poder.

 

Quizá Wagner pueda inspirarles aún, a volver a las fuentes del Evangelio. La escenificación de su obra El Crepúsculo de los ídolos hace llorar de nuevo la orquesta wagneriana con la Marcha fúnebre de Siegfried y con la debacle de los poderosos. Cada vez, que uno ve a estos buitres y escorpiones con alas, siente ganas, de huir definitivamente de los países católicos y de refugiarse en un país de idólatras, para vivir como cristiano entre los enemigos de Cristo, pues tal vez uno podría encontrar allá más caridad que entre los cristianos.

 

Aún así se siente uno consolado en particular por las actitudes de dos grandes pastores, quienes han logrado renunciar conscientemente al poder en tiempos recientes. Por ejemplo renunció el Papa Benedicto XVI en el año 2013 al oficio de Romano Pontífice en virtud del Canon 332 § 2 conforme a derecho. Ya había acontecido algo similar con la dimisión de Celestino V en 1294, quien fue aclamado como el Papa angélico y canonizado por Clemente V en 1313. Desde marzo de 2013 se ha dejado la humanidad continuamente sorprender por la actitud del Papa Francisco, quien ha puesto el poder al servicio del amor en el horizonte kenótico del anonadamiento del mismo Jesús.

 

Muchas grandes obras han llegado a ser incomprensibles para la mayoría de los seres humanos tras décadas y siglos. Si esperamos, a que los peritos se pongan de acuerdo con una única interpretación de su contenido, moriremos sin gozarlas. Para quien es víctima de la brevedad del tiempo, he preparado la siguiente adaptación al teatro de la ópera de Wagner ejecutada musicalmente aproximadamente durante quince horas en escena y compuesta por él como tetralogía a lo largo de más de veinticinco años. No hay razón para el pánico, ya que mi versión dura sólo setenta minutos. ¡Mucho menos que un partido de soccer!

 

 

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