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Joseph Ratzinger - Bendicto XVI - Papa emérito

Arzobispo de München y Freising

De profesor a sucesor de los Apóstoles

 

De la cátedra universitaria a la sede metropolitana

(München y Freising, Alemania: 1977-1981)

 

»Para mí aquello que comenzó con la imposición de las manos durante la consagración episcopal en la catedral de München es

todavía el presente de mi vida. Por eso, no puedo describirlo como un recuerdo, sino sólo intentar llevar a cabo bien este ahora«.

RATZINGER, Joseph, Aus meinem Leben. Erinnerungen 1927–1977 (Stuttgart,1998).

 

En 1977 concluye Ratzinger su misión como profesor universitario y luego asume sucesivamente, el oficio de pastor como Arzobispo, Prefecto y Pontífice de la Iglesia católica. Esta transición se ha visto mediada por décadas enteras al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Los datos cronológicos brutos permiten esta consideración retrospectiva: si la vida estrictamente académica de aquel perito conciliar se extiende a lo largo cinco lustros, entre 1952-1977, el cardenal Ratzinger ha estado otro cuarto de siglo desempeñando el cargo de Prefecto del dicasterio romano, que vela por la unidad de la fe de la Iglesia católica (1981-2005). No ha de extrañar que la evolución, el desarrollo y los avatares del catolicismo postconciliar se hayan convertido en un problema biográfico para él como teólogo, cardenal Prefecto y Papa. Ahora bien, nunca ha abandonado su mirada de teólogo y su interés por la Teología a lo larga de su trayectoria conforme a esta confesión autobiográfica: “He sido profesor durante muchos años y me gusta seguir de cerca el debate teológico lo mejor que puedo. Procuro estar al día, y tengo mi propia opinión sobre la forma de hacer teología que a veces expongo en alguna publicación”.41

 

En las últimas páginas de sus apuntes biográficos ha explicado el sentido del lema espiritual que exhibe su escudo episcopal, «cooperadores de la Verdad», elegido con ocasión de su designación episcopal para la sede de München y Freising: “Ante todo, porque me parecía que podían representar bien la continuidad entre mi tarea anterior y el nuevo cargo; porque, con todas las diferencias que se quieran, se trataba y se trata siempre de lo mismo: seguir la verdad, ponerse a su servicio”. Dado que el argumento de la «verdad» desaparece en el mundo de hoy, añadía esta segunda razón: “Y desde el momento en que en el mundo de hoy el argumento «verdad» ha casi desaparecido porque parece demasiado grande para el hombre y, sin embargo, si no existe la verdad todo se hunde, este lema episcopal me pareció que era el que estaba más en línea con nuestro tiempo”.42 Su emblema episcopal exhibe también un símbolo, la concha, que significa tanto la peregrinación de una vida como la leyenda relativa a su maestro S. Agustín, cuando forzoba a su cerebro a comprender el misterio de la Trinidad. El niño que jugaba con una concha echando el agua del mar en un hoyo le reconvino de esta manera: tan difícil es meter toda el agua del mar en un pozo como que la razón humana pueda entender el misterio de Dios. Este otro símbolo daba a entender que su búsqueda de la Verdad apela a su primer maestro, al teólogo y obispo africano. Al respecto resume Ratzinger lo siguiente:

 

»Por eso la concha representa para mí una referencia a mi gran maestro Agustín, un llamamiento a mi labor teológica y, a la vez, a la grandeza del misterio, que es siempre mucho más grande que toda nuestra ciencia. Finalmente, de la leyenda de Corbiniano, fundador de la diócesis de Freising, he tomado la imagen del oso. [...] Había elegido la vida del hombre de estudio y Dios lo había destinado a prestar el servcio de un «animal de tiro»«.

 

Estos datos anecdóticos permiten constatar de hecho la existencia de un nexo de continuidad en la sensibilidad teológica y metodológica de Ratzinger y permiten corregir el supuesto de una escisión, en fases sucesivas, desde el rol de “teólogo progresista en Tübingen a Gran inquisidor en Roma”.43 Más ajustado a la realidad, parece ser el juicio de H. Verweyen que, tratando de perfilar la evolución del pensamiento de Benedicto XVI, descarta el “mito del gran cambio”.44 Basta releer sus crónicas teológicas de las distintas sesiones conciliares, salidas de la pluma del perito conciliar que toma partido a favor de los avances teológicos que marcan el ritmo del Vaticano II. Lo más característico es su valoración positiva del Concilio, y su valoración prevalentemente negativa del post-concilio, a consecuencia de una interpretación y aplicación equívocas de la Constitución pastoral Gaudium et spes.

 

De momento, debe uno reconocer, que Ratzinger permanentemente ha defendido la eclesiología de comunión, la doctrina de la colegialidad, el diálogo ecuménico, la reforma litúrgica, la libertad religiosa, la apertura a las religiones del mundo, que son puntos esenciales del Concilio Vaticano II, y ello se debe básicamente a los principios inspiradores de su obra teológica, a saber el recurso las fuentes de la Escritura, de los Padres y la herencia de la tradición franciscana, junto con un extraordinario conocimiento de la teología occidental clásica. Por eso, a la hora de enjuiciar el camino recorrido entre Tübingen y Roma, desde la cátedra universitaria a la cátedra pontificia, hay que prestar atención a sus confesiones acerca de su forma de hacer teología y de su aventura intelectual:

 

“Yo nunca he buscado tener un sistema propio o crear nuevas teorías. Quizá lo específico de mi trabajo podría consistir en que me gusta pensar con la fe de la Iglesia y eso supone, para empezar, pensar con los grandes pensadores de la fe”.

 

Además declara que el interés por la exégesis es otro rasgo que caracteriza su teología: “Yo no podría hacer teología puramente filosófica. Para mí, lo primero de todo, el punto de partida, es el Verbo. Creer en la Palabra de Dios y poner empeño en conocerla a fondo, ahondar en ella y entenderla, para después reflexionar junto a los grandes maestros de la fe. Por eso, mi teología tiene cierto carácter bíblico e incluso patrístico, sobre todo, agustiniano. Pero procuro, como es natural, no quedarme en la Iglesia primitiva; lo que intento es subrayar los aspectos más relevantes de su pensamiento y entablar al mismo tiempo un diálogo con el pensamiento contemporáneo”.45

 

La manera de entender la relación de la Iglesia con el mundo y el pensamiento contemporáneos depende decisivamente de los críticos análisis, que el teólogo de Ratisbona ha hecho acerca de la Constitución pastoral. A su juicio, es en la constitución pastoral Gaudium et spes donde se percibe la peculiar fisonomía de la última asamblea ecuménica en la historia de los concilios: sus textos están transidos de una tendencia fundamental que puede ser subsumida bajo la idea de la «apertura de la Iglesia al mundo».

 

Esta apertura al mundo representaría lo distintivo y la peculiaridad histórica del Vaticano II. El mismo año, en que concluía el Concilio, Ratzinger se preguntaba lo siguiente: “¿Corresponde ese movimiento a la esencia de la Iglesia y a su mandato esencial, o es como afirmaba la oposición conciliar, algo directamente opuesto a su esencia?”.46 Esta pregunta descubre el verdadero núcleo de la disensión dentro del Concilio y desvela la gravedad de la cuestión planteada durante el post-concilio, a saber ¿cuál es la tarea histórica de la Iglesia? Desde ahí, Ratzinger ha enjuiciado las posturas teológicas que responden de otra manera a esa grave pregunta, por ejemplo Rahner, Metz, Schillebeeckx y otros teólogos del Concilio. Por su parte el se ha alineado en otro frente con Balthasar y De Lubac.

 

De ahí surge su seria confrontación con tantos desvíos nacidos de la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la tarea de la Iglesia en el mundo de hoy, desde la teología política hasta la teología de la liberación, con su crítica nada velada hacia las asambleas de CELAM, relegando al silencio los grandes Sínodos de los Obispos de 1971 y de 1974, sobre la justicia en el mundo y sobre la evangelización en el mundo moderno. El debate acerca de la interpretación del Concilio y la cuestión de la apertura de la Iglesia en su diálogo con el pensamiento contemporáneo ha propiciado la consolidación de frentes teológicos en la época postconciliar, cuya plasmación más gráfica ha sido seguramente esa encrucijada, que se produjo en la separación de las dos revistas teológicas Communio abanderada por Balthasar y Concilium alineada en la perspectiva de Rahner con intereses teológicos opuestos.

 

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