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Joseph Ratzinger - Bendicto XVI - Papa emérito

Evolución de su propuesta 2/3

como profesor, Prefecto y Papa

 

2. Ratzinger como Arzobispo y Prefecto de la Congregación

 

La segunda, es una fase que abarca el período final de su docencia teológica (particularmente en Tübingen), su consagración como obispo, su ministerio episcopal como Arzobispo de München y Freising (1977) y, sobre todo, el tiempo que ejerce como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981).

 

Es cierto que J. Ratzinger denuncia en la etapa anterior que la iglesia tiene «las riendas demasiado cortas; hay demasiadas leyes, muchas de las cuales han contribuido a la falta de fe de este siglo, en vez de contribuir a su salvación»32. Y es cierto que cuando años después –ya como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe– se le pregunta por esta observación, manifiesta no acordarse de ella, y la reinterpreta en el sentido de que la teología escolástica no era buen instrumento para un posible diálogo entre la fe y nuestro tiempo33.

 

Sin embargo, este primer diagnóstico es algo casi anecdótico. Al poco de acabar la asamblea episcopal empieza a hablar de un Konzils-Ungeist, de un falso espíritu conciliar, reclamando la necesidad de reconducir la aplicación del Vaticano II, particularmente frente a quienes entienden que la reforma consiste en soltar lastre, en hacer que la historia resulte más cómoda, en aligerar de tal modo que al final parezca que no consiste en un «robustecimiento de la fe, sino en una disolución de la misma»34.

 

Concretamente, en Tubinga se percata –ante algunas lecturas cristianas del marxismo– de que en la iglesia se han infiltrado tendencias que se sirven del cristianismo como instrumento para su ideología, algo que le parece una auténtica patraña. Toma conciencia de que la unánime voluntad de servir a la fe se ha destruido y ha sido reemplazada por una instrumentalización al servicio de una ideología tiránica, de orientaciones, además, realmente brutales, crueles: «entonces comprendí perfectamente que, si se quería perseverar en la voluntad del Concilio, había que oponer resistencia a todos aquellos abusos»35.

 

En su Introducción al Cristianismo ya ofrece la primera conclusión del diagnóstico que está gestando: el sueño de la libertad traído por la modernidad hace que un cristiano llamado Hans cambie las pepitas de oro que tiene, primero, por un caballo, luego por una vaca, posteriormente por un ganso y, finalmente, por una piedra de afilar que acaba tirando al mar. El momento en el que Hans se despierta del sueño libertario traído por la modernidad le resulta particularmente duro ya que no le queda nada. El derribo y la dilapidación del patrimonio en nombre de la libertad han sido totales36.

 

El diagnóstico que se incuba durante su etapa final como docente, alcanza una argumentada formulación en los años en que es obispo de Munich y, sobre todo, prefecto de la congregación para la doctrina de la fe. El resultado es un dictamen cultural, espiritual y eclesial marcado por la denuncia de que en el postconcilio se están solapando –con el pretexto de modernizarse– el misterio de Dios y la necesidad de la mediación eclesial. Es un diagnóstico tan rico y matizado como polémico, a la vez que imposible de exponer adecuadamente en estas pocas líneas.

 

Sin embargo, hay tres puntos que conviene explicitar porque ayudan a contextualizar teológicamente el primer volumen de la cristología: su relación con K. Rahner y H. Urs Von Balthasar; la reconsideración del papel del teólogo en la Iglesia y, sobre todo, su apuesta por las llamadas “verdades definitivas”.

 

1. Lejos de Karl Rahner y cerca de Hans Urs von Balthasar

 

J. Ratzinger publica conjuntamente con K. Rahner algunas de las obras teológicas más emblemáticas del momento en sus primeros años como profesor: Primado y Episcopado, Revelación y tradición37 y escribe lo que se puede considerar como su primer gran libro: El nuevo pueblo de Dios. Poco a poco se diluye esta fecunda relación con K. Rahner hasta llegar a la confrontación en los primeros años de la recién creada Comisión Teológica Internacional por la diferente concepción sobre el papel del teólogo y de dicha Comisión Teológica Internacional en el gobierno de la iglesia (ayudar a formular el magisterio vs. limitarse a difundirlo). «En mi teología –confesará años después– juegan un papel importante, a diferencia de K. Rahner, las Escrituras, los padres y la dimensión histórica de la revelación»38. No es irrelevante que sea H. U. von Balthasar quien proponga que Ratzinger forme parte del equipo fundador de la revista Communio, que se perfila como alternativa a Concilium.

 

A la par que se va enfriando su relación con K. Rahner, empieza a existir una sintonía entre sus diagnósticos y los formulados por H. Urs von Balthasar, uno de los primeros teólogos que abandera –durante la celebración del mismo concilio y a lo largo de todo el pontificado de Pablo VI– una lectura involutiva del Vaticano II. El teólogo suizo critica el optimismo ingenuo que rezuma la Gaudium et Spes y la ceguera de los padres conciliares para percibir el alojamiento del pecado en la entraña misma de ese mundo al que conceden tanta centralidad en el misterio de la salvación.

 

No son los “cristianos anónimos” (aquellas personas que sin aceptar explícitamente a Jesús como el Salvador, mantienen sin embargo un compromiso a favor de la liberación y, particularmente, de los más pobres) los que traerán la salvación al mundo –sostiene el teólogo de Basilea–, sino los mártires, aunque abracen, como sucede con Córdula, la palma del martirio a última hora. Los mártires –a diferencia de los “cristianos anónimos”– son personas que entregan su vida porque conocen y experimentan que gratis han de dar lo que gratis han recibido.

 

Cuando la gracia de la salvación no se cultiva y cuida, cuando el compromiso no va debidamente acompa- ñado de la mística y de una identidad explícitamente reconocida y asumida –recuerda H. U. von Balthasar–, el riesgo de incurrir en lo que llamaba «ateísmo cristiano» se incrementa hasta niveles insospechados. Éste es uno de los mayores riesgos de la recepción conciliar.

 

J. Ratzinger va a coincidir con algunos de los temas, con el estilo y con la denuncia de fondo que late en el diagnóstico de H. Urs von Balthasar39, con las oportunas modulaciones personales. La “mundanización” de la iglesia y el solapamiento del misterio de Dios sólo pueden ser combatidas con cristianos que presenten un perfil marcado por un coraje evangélico similar al demostrado por los santos y mártires a lo largo de la historia de la iglesia. La sola garantía institucional no sirve para nada, si no existen las personas que la sostengan con sus propias convicciones personales40.

 

2. El sentimiento anti-romano y el papel de los teólogos

 

J. Ratzinger declara que había un tácito consenso en que la Iglesia había de ser el tema principal del concilio Vaticano II y que se reemprendería y llevaría a término el camino trazado por el Vaticano I prematuramente interrumpido a causa de la guerra franco-prusiana del año 1870. Pareja con esta gran cuestión corría la relación entre la Iglesia y el mundo41.

 

Sin embargo, poco antes de finalizar el concilio empieza a darse cuenta –según declara años después– de que crece cada vez más la sensación de que en la Iglesia no hay nada estable, que todo puede ser objeto de revisión. «El Concilio tendía a asemejarse a un gran parlamento eclesial, que podía cambiar todo y revolucionar cada cosa a su manera. Era muy evidente que crecía un resentimiento contra Roma y la Curia, que aparecían como el verdadero enemigo de cualquier novedad y progreso»42.

 

Y mientras crecían las divisiones y enfrentamientos, se asentaba la convicción de que si los obispos podían cambiar la Iglesia, y hasta la misma fe, ¿por qué lo podían hacer únicamente ellos y no el resto del pueblo de Dios? Además, todo el mundo sabía que las cosas nuevas que sostenían los obispos las habí- an aprendido de los teólogos. Como consecuencia de esa influencia, obispos hasta entonces conservadores, volvían progresistas a sus diócesis.

 

El papel de los teólogos en el concilio creó en ellos «una nueva conciencia de sí mismos: comenzaron a sentirse como los verdaderos representantes de la ciencia y, precisamente por esto, ya no podían aparecer sometidos a los obispos»43. En la Iglesia, al menos en el ámbito de opinión pública, «todo parecía objeto de revisión, e incluso la profesión de fe ya no parecía intangible sino sujeta a las verificaciones de los estudiosos. Tras esta tendencia del predominio de los especialistas se percibía otra cosa: la idea de una soberanía eclesial popular en la que el pueblo mismo establece aquello que quiere entender con el término Iglesia, que aparecía ya claramente definida como pueblo de Dios. Se anunciaba así la idea de ‘Iglesia desde abajo’, de ‘Iglesia del pueblo’, que después, sobre todo en el contexto de la teología de la liberación, se convirtió en el fin mismo de la reforma»44.

 

2.1. La “Declaración de Colonia” (1989)

 

La divulgación de estos diagnósticos y las decisiones magisteriales que se están empezando a tomar, llevan a que un nutrido grupo de teólogos alemanes, centroeuropeos y del área mediterránea denuncien en 1989 las actuaciones «autoritarias y excluyentes» de J. Ratzinger y planteen la conveniencia de prestar una mayor atención a la opinión de todos los cristianos (sensus fidelium), tanto en la promulgación magisterial como en el gobierno eclesial. Es lo que se conoce como la “Declaración de Colonia”.

 

Semejante denuncia y la subsiguiente propuesta son interpretadas por el sector mayoritario de la curia vaticana como una inaceptable invitación a que la Iglesia capitule ante la mentalidad de la época y como una justificación de todo lo que suponga “resistencia” y crítica ante el magisterio católico. Una de las consecuencias de esta “Declaración de Colonia” es el nacimiento del movimiento “Somos Iglesia”, ocupado en ensombrecer, al decir de este sector mayoritario de la curia vaticana, la imagen de Juan Pablo II y de su prefecto para la doctrina de la fe. A partir de ahora se incrementan, entre otras, las acusaciones de proponer un magisterio exento de misericordia en relación con la moral sexual y de mirar a otro lado cuando se topa con la pandemia del sida.

 

La reacción no se hace esperar. Y viene en forma de una instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo (Donum veritatis, 1990), una encíclica sobre la primacía de la verdad (Veritatis splendor, 1993) y, sobre todo, la revisión de la profesión de fe en la carta apostólica Ad tuendam fidem (1998) con la puesta de largo de las llamadas “verdades definitivas”.

 

2.2. La instrucción Donum veritatis sobre la vocación eclesial del teólogo (1990)

 

La rápida socialización de la “declaración de Colonia” y la fuerza del movimiento propiciado determinan que vuelvan a dispararse todas las alarmas sobre la urgencia de cuidar la unidad y la verdad, algo que pasa por recuperar la centralidad que tiene el ministerio episcopal como autoridad magisterial y la función secundaria del teólogo con relación a dicho ministerio. Es una preocupación que se plasma en la instrucción Donum veritatis sobre la vocación eclesial del teólogo (1990)45.

 

Dicha instrucción reconoce el importante papel de los teólogos durante la preparación y realización del Concilio Vaticano II, pero tal reconocimiento no obsta para que también se les responsabilice de las crisis padecidas por la iglesia en el postconcilio.

 

El magisterio, indica la Instrucción, no es un ministerio extrínseco a la verdad cristiana ni algo sobrepuesto a la fe. Nace, más bien, de su entraña misma, consiste en el servicio a la palabra de Dios y es una institución querida positivamente por Cristo como elemento constitutivo de la iglesia. Cuenta con la asistencia del Espíritu Santo prometido por Jesús, lo que le habilita para proponer enunciados «de modo definitivo» sobre cuestiones que «aunque no estén contenidas en las verdades de fe, se encuentran sin embargo íntimamente ligadas a ellas, de tal manera que el carácter definitivo de esas afirmaciones deriva, en último análisis, de la misma Revelación». Tales verdades «pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio»46. Por su parte, compete al teólogo «lograr, en comunión con el magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la tradición viva de la iglesia»47.

 

El magisterio es consciente, reconoce la Instrucción, de que existe una decantación doctrinal a lo largo del tiempo. Pero tal reconocimiento no justifica actitudes y planteamientos relativistas ante los enunciados de fe propuestos ni permite constituir el propio discurso teológico «en una instancia autónoma y exclusiva para juzgar la verdad de una doctrina»48. Por eso, es preciso clarificar el disenso de algunos teólogos en relación con el magisterio, indicando seguidamente la improcedencia de constituir su propio discurso en una especie de «magisterio paralelo»49 o la incoherencia de invocar el respeto debido a los derechos humanos en asuntos doctrinales. Por encima de tal demanda se encuentra «la fuerza de la verdad misma»50 y el respeto a ella debido. Cuando un teólogo no sintoniza con el sentir eclesial está de más apelar a dichos derechos humanos porque es él quien entra en contradicción «con el compromiso que libre y conscientemente ha asumido de enseñar en nombre de la iglesia»51. Por tanto, tiene toda la libertad del mundo para dejar de ejercer en nombre y comunión con el magisterio.

 

Finalmente, tampoco es procedente apelar a la propia conciencia. Este recurso es válido –indica la Instrucción– cuando se trata de tomar una decisión. Pero no lo es cuando está en juego la verdad de un enunciado doctrinal. Recurrir a la propia conciencia para justificar la colisión con el magisterio de la iglesia es incompatible con la economía de la Revelación y con su transmisión en la iglesia. «Los enunciados de fe constituyen una herencia eclesial, y no el resultado de una investigación puramente individual y de una libre crítica de la Palabra de Dios. Separarse de los pastores que velan por mantener viva la tradición apostólica, es comprometer irreparablemente el nexo mismo con Cristo»52.

 

Por tanto, no se pueden aplicar en la iglesia los criterios de conducta que tienen su razón de ser en la sociedad civil o en las reglas de funcionamiento de una democracia o en la mentalidad dominante en el medio ambiente. Cuando se recurre a tales instancias –con la absolutización de los argumentos y comportamientos reseñados– es porque hay «una grave pérdida del sentido de la verdad y del sentido de iglesia»53.

 

2.3. La objetividad de la verdad: Veritatis splendor (1993)

 

La encíclica Veritatis splendor (1993) prolonga el diagnóstico explicitado con ocasión de la «instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo» (1990). Es un texto magisterial importante porque enfatiza la influencia de la sensibilidad social y cultural en la vida eclesial y, de modo particular, entre los teólogos, y marca la senda que va a seguir la Iglesia en su relación con el mundo durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

 

A partir de esta encíclica se oficializa lo que venía siendo hasta ahora una posición minoritaria en el modo de entender y vivir la relación de la iglesia con el mundo. Se trata, obviamente, de una perspectiva bastante alejada de la puesta en juego –cierto que con una cierta dosis de ingenuidad– por los padres conciliares en el Vaticano II cuando debatieron y aprobaron la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la relación de la iglesia en el mundo. 1

 

3. El recurso a las verdades “definitivas”: la carta apostólica Ad Tuendam Fidem (1998)

 

El año 1998 se publica la revisión de la professio fidei y del juramento de fidelidad para los candidatos a ministerios eclesiales y para los teólogos.

 

3.1. La professio fidei En esta profesión de fe se añaden al credo niceno-constantinopolitano tres pá- rrafos en los que se jura lo siguiente:

 

Creo, también, con fe firme, todo aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por la tradición, y que la iglesia propone para ser creído, como divinamente revelado, mediante un juicio solemne o mediante el magisterio ordinario y universal. Acepto y retengo firmemente, asimismo, todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbres, propuestas por la iglesia de modo definitivo. Me adhiero, además, con religioso obsequio de voluntad y entendimiento, a las doctrinas enunciadas por el romano pontífice o por el colegio de los obispos cuando ejercen el magisterio auténtico, aunque no tengan la intención de proclamarlas con un acto definitivo54.

 

El actual código de derecho canónico contempla la primera y la tercera categoría mediante «justas sanciones» para quienes disienten, pero no hay mención alguna para la segunda categoría, las doctrinas definitivas. La carta apostólica llena este vacío.

 

3.2. El comentario de Joseph Ratzinger y Tarcisio Bertone

 

Las formas principales con las que tradicionalmente se ha presentado el magisterio son, a la luz de los concilios Vaticano I y II: el extraordinario (infalible), el ordinario y universal (igualmente infalible) y el auténtico (falible).

 

A estas formas tradicionales de magisterio hay que añadir –según el comentario que hacen J. Ratzinger y T. Bertone a la carta apostólica– las verdades “definitivas”, es decir, aquellas verdades propuestas como universales e irreformables pero que no son definidas. Se fundamentan en la asistencia del Espíritu Santo al magisterio y, por tanto, en la infalibilidad que le es propia. Se proclama con la finalidad de mantener la comunión eclesial en torno a una verdad o praxis disputada cuyo acceso común es muy difícil y que hay que admitir religiosamente como definitivas («tamquam definitive tenenda») por su conexión directa con el deposito de la fe o por un «nexo lógico» o «histórico»55.

 

J. Ratzinger y T. Bertone sostienen que la infalibilidad del magisterio actúa tanto en una definición solemne como en una declaración definitiva. Por tanto, para que la infalibilidad entre en acción no se exige una definición solemne56. Es así como se recurre a una nueva y sorprendente forma de magisterio para dirimir determinadas cuestiones disputadas (las verdades “definitivas”) dotándolas de un alcance inusitado en la vida de la Iglesia57.

 

Finalmente, en el comentario de J. Ratzinger y T. Bertone se indica que son doctrinas definitivas enseñadas con el carisma de la infalibilidad las referidas a la naturaleza ilícita de la prostitución y la fornicación, la condena de la eutanasia, la ordenación sacerdotal reservada a los hombres o la declaración de León XIII por la que las ordenaciones anglicanas eran nulas e inválidas.

 

La explicación dada por J. Ratzinger y T. Bertone provocó una generalizada perplejidad en el mundo teológico y tuvo una enorme importancia en la relación con otras confesiones cristianas (en especial en lo que toca al sacerdocio de la mujer), con los mismos obispos y, por supuesto, con los fieles ya que el rechazo de estas doctrinas o negarse a darles «un asentimiento firme y definitivo» supone la pérdida de la plena comunión con la iglesia católica, es decir, implica incurrir en herejía o, cuando menos, supone la retirada de la autorización para enseñar, como así le ha sucedido a R. Nugent por no haber aceptado como definitivos determinados posicionamientos del magisterio referidos a la homosexualidad58.

 

3.3. Crítica reacción de la conferencia episcopal alemana

 

No es de extrañar que la conferencia episcopal alemana presentara muchas dificultades para aplicar el motu propio. Concretamente, indica que en el primero de los párrafos del juramento se rompe la unidad de la escritura y de la tradición –algo enseñado expresamente por del Vaticano II– a favor de dos realidades separadas: «la palabra de Dios escrita o transmitida por la tradición». La escritura y la tradición quedan yuxtapuestas en la definición propuesta mediante un “vel” (“o”). Ésta fue, precisamente la posición defendida en el Vaticano II por quienes eran partidarios de una concepción restrictiva de la revelación, algo que finalmente no salió adelante59.

 

En el postconcilio, J. Ratzinger ya había denunciado que el dogma era sentido como «un vínculo exterior» y no como la «fuente vital» que posibilita «nuevos conocimientos»60.

 

Pero en el segundo de los párrafos se afirma –contrariamente a las enseñanzas del Vaticano I y II– la infalibilidad del Papa para asuntos secundarios de la fe, sin tener en cuenta que se trata únicamente de una opinión teológicamente bien argumentada pero cuya aplicación es muy contestada.

 

Y, finalmente, en el tercero de los pá- rrafos se exige rígidamente –denuncian los obispos alemanes– el llamado obsequium religiosum para asuntos propios del magisterio auténtico.

 

Como se puede apreciar, la conferencia episcopal alemana tuvo graves reservas para aceptar y aplicar este juramento de fidelidad. Por ello, no lo exigía a los fieles.

 

En otoño de 1999 la curia vaticana urge insistentemente a los obispos alemanes para que lo pongan en vigor, algo que finalmente es decidido en la asamblea episcopal de primavera del año 2000 acompañándolo de una explicación redactada por la comisión de la fe. En esta declaración se recuerda que la competencia del papa para juzgar definitivamente en el campo de las enseñanzas secundarias de la fe no pasa de ser una sentencia teológica bien argumentada y que su aplicación es algo fuertemente contestado. Con respecto a la petición del obsequium religiosum se indica expresamente que es posible un desacuerdo leal bajo determinadas condiciones por parte de los teólogos.

 

Pero las consecuencias de este motu propio no acaban aquí. También afectan a los obispos, sucesores de los apóstoles. Así, por ejemplo, si un prelado expresa públicamente su desacuerdo con el papa en algunas de las llamadas verdades “definitivas” podría ser «castigado con una pena justa» que, sin llegar a la excomunión, podría comportar la privación de su oficio, en el caso de que se mantuviera en su posición después de haber sido debidamente advertido. ¡Qué lejano suena el concilio Vaticano II cuando sostenía que los obispos no debían «considerarse como vicarios de los Romanos Pontífices»! (Lumen Gentium nº 27).

 

Con la publicación de la carta apostólica Ad tuendam fidem nos encontramos con un desarrollo doctrinal tan importante como la misma definición de la infalibilidad del papa por el Vaticano I en 1870. Además, el hecho de añadirlo al credo niceno-constantinopolitano no contribuye en nada a la unidad ecumé- nica. Lo que se ha hecho y el modo como se ha hecho es enteramente nuevo. Y no hay precedente de ello en toda la historia de la cristiandad.

 

No hay que extrañarse de que J. Moingt se pregunte cómo se debe tener como “definitivamente” cerrado desde la fe un debate generalmente considerado abierto a la investigación61. A él se han sumado otros que entienden que esta forma de gobernar apoyándose en las llamadas verdades “definitivas” es un paso más en la involución de una iglesia que prefiere imponer una doctrina no tanto por la fuerza de sus argumentaciones teológicas sino por la amenaza de sanciones. En los últimos años, prosiguen estos teólogos, se ha ido pasando –parafraseando a J. I. González Faus– de la autoridad de la fe a la fe en la autoridad, de la fundamentación teológica a la autoridad del cargo, del diá- logo a la uniformidad doctrinal62. Y no sólo en la relación de la curia vaticana con resto de las iglesias locales, sino también en el seno de muchas diócesis ya que se acaba apadrinando una forma de gobierno, cuando menos, autocrática que, en el mejor de los casos, escucha pero no hace caso a lo manifestado.

 

 

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1     Cfr. BENEDICTO XVI = RATZINGER, Joseph, Jesus von Nazareth. Prolog - Die Kindheitsgeschichten (2012), p. 5.

2     Cfr. Ibid., p. 9.

3     MEIER, John P., Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico (Verbo Divino, Pamplona 1998), v. I, p. 230.

 

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