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Joseph Ratzinger - Bendicto XVI - Papa emérito

Evolución de su propuesta 1/3

como profesor, Prefecto y Papa

 

La propuesta de Ratzinger ha evolucionado en el transcurso de su ministerio como profesor universitario, luego como Arzobispo y Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y finalmente como Papa, ahora emérito. A lo largo de su biografía intelectual pueden ser diferenciadas claramente tres etapas de evolución: 1) Una primera, que corresponde al tiempo de su formación teológica, a su trabajo como profesor de teología en München, Bonn y Münster y a su participación como experto conciliar en el Vaticano II a partir de 1962. 2) La segunda es una fase que abarca el período final de su docencia teológica particularmente en Tübingen, su consagración como obispo, su ministerio episcopal en la diócesis de München y Freising desde 1977 y, sobre todo, el tiempo que ejerció como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe desde 1981. 3) Y La tercera etapa, inaugurada en la primavera de 2005, comienza con su ministerio petrino como Benedicto XVI. Una vez que aparezcan sus obras como Papa emérito, quizá haya que agregar una nueva etapa de evolución de su propuesta.

 

1. Ratzinger como Profesor universitario y perito del Concilio

 

En esta primera etapa hay dos puntos que merecen ser reseñados: el primero, referido a la formación teológica de J. Ratzinger y el segundo, su intervención en los debates conciliares sobre la Dei Verbum.

 

1. Formación teológica de Joseph Ratzinger

 

Cuatro son las referencias capitales en la formación teológica de J. Ratzinger: Platón con su teoría del conocimiento como recuerdo; el personalismo agustiniano y su defensa del conocimiento que brota de la fe; la concepción de la historia, del Espíritu Santo, del compromiso y de la revelación en San Buenaventura y, finalmente, la teología natural y la eclesiología del concilio Vaticano I.

 

1.1. Impronta platónica y conocimiento como recuerdo

 

El peso del platonismo es determinante en la configuración de su teología y espiritualidad: «Personalmente –declarará– soy un poco más platónico. Con eso quiero decir que creo que hay una especie de memoria, como un recuerdo de Dios, grabado en el hombre, y que hay que despertarlo en él. El hombre no sabe originariamente qué debe saber, ni tampoco ha llegado a donde debe llegar; es un hombre, un ser humano en camino»11.

 

1.2. El personalismo de San Agustín y el conocimiento que brota de la fe

 

J. Ratzinger confiesa que durante su época de estudiante no sintonizaba con la neoescolástica imperante ni con la «lógica cristalina» de Santo Tomás. Le resultaba «demasiado cerrada en sí misma, demasiado impersonal y preconfeccionada»12, a la vez que excesivamente alejada de sus inquietudes personales. El personalismo que buscaba lo encuentra en San Agustín, particularmente en sus Confesiones. Desde entonces, manifiesta en otra ocasión, «soy decididamente agustiniano. De la misma manera que la creación es asequible a la razón y es razonable, de la fe se podría decir que es consecuencia de la Creación y, por consiguiente, da acceso al conocimiento; yo estoy convencido de esto. Creer significa entrar en la comprensión»13. Así pues, San Agustín indica a J. Ratzinger la dirección que hay que tomar ya que el acto mismo de creer «incluye que procede de Aquel que es la misma razón. Porque, en la medida que, creyendo, acepto someterme a Aquel que no comprendo sé también que, precisamente, de este modo, abro la puerta a la posibilidad de comprender del modo justo»14. El estudio de San Agustín –juntamente con la influencia del platonismo– le lleva decantarse por una perspectiva teológica muy atenta a la objetividad y precedencia lógica y ontológica de la revelación; sensible a hablar del misterio de Dios a partir de sus huellas en la creación y en el corazón humano; cuidadosa de la encarnación y del proceso kenótico que tal acontecimiento desencadena y atenta a la sorpresa descolocante que activa esta manera de proceder de la divinidad.

 

1.3. El maestro S. Buenaventura

 

Siendo incuestionable la centralidad de S. Agustín, es, sin embargo, San Buenaventura el autor que más va a influir en la configuración de su pensamiento y convicciones teológicas. Su tesis doctoral así lo atestigua. También San Buenaventura, como J. Ratzinger, tiene dificultades con la sequedad y aridez de la filosofía aristotélica. Es un saber en el que no hay lugar ni para la comunión personal con la divinidad ni queda sitio alguno para Cristo. Por eso, le entusiasma la filosofía agustiniana del amor, su tesis sobre la presencia de la imagen trinitaria en el ser humano o, lo que es lo mismo, su doctrina sobre la irradiación luminosa y la consecuente inhabitación del hombre en la verdad eterna. «Saber mucho, preguntará en alguna ocasión S. Buenaventura, y no gustar nada, ¿qué vale?»15. Sin embargo, del estudio que J. Ratzinger realiza de la teología de San Buenaventura concluye cuatro tesis que van a ser capitales en los años venideros, tanto en su propia trayectoria teológica como en el gobierno eclesial: la presencia asistente del Espíritu en la Iglesia; la primacía de la revelación sobre la Escritura; la tradición como criterio interpretativo y comprensivo no sólo de la Escritura sino también de la revelación y la necesidad de salvación para todos, incluidos los proyectos más altruistas y utópicos que puedan darse.

 

1.4. La presencia asistente del Espíritu en la Iglesia

 

La sintonía con San Buenaventura le llevará a descubrir de su mano una tesis capital en su teología y en su trayectoria como responsable eclesial: no hay –en contra de lo que sostienen J. de Fiore y sus seguidores– una edad determinada en la que el Espíritu Santo actúe de modo particular. Su presencia, más bien, aletea y atraviesa toda la historia, de principio a fin: por eso, la edad de Cristo es la edad del Espíritu Santo16.

 

1.5. La primacía de la revelación sobre la Escritura

 

De San Buenaventura recibe, además, una concepción de la revelación que es, por lo demás, una evidencia incontestada: la revelación no es simplemente «la comunicación de algunas verdades a la razón», sino «el actuar histórico de Dios, en el cual la verdad se revela gradualmente»17. Esto quiere decir que la revelación precede a las Escrituras y se refleja en ellas, pero no es simplemente idéntica a ellas. Dicho de otra manera: «la revelación es siempre más grande que la Escritura. La revelación, esto es, el dirigirse de Dios hacia el hombre, su salirle al encuentro, es siempre más grande de cuanto pueda ser expresado con palabras humanas, más grande incluso que las palabras de las escrituras»18.

 

1.6. La tradición como criterio interpretativo y comprensivo de la Escritura y de la revelación

 

Nadie discute que las escrituras son el testimonio esencial de la revelación, pero tampoco se puede obviar que «la revelación es algo vivo, más grande, que, para que sea tal, debe llegar a su destino y debe ser percibida; si no, no se produciría ‘revelación’»19. Por tanto, sobra el recurso al criterio de la «sola Scriptura» ya que ésta se encuentra íntimamente vinculada al sujeto que comprende (la Iglesia), y con ello está dado también el sentido esencial de la tradición. Es así como se gesta y sale a la luz el concepto de “tradición”: «aquello de la revelación que sobresale de las Escrituras, que a su vez, no puede ser expresado en un códice de fórmulas, es lo que denominamos ‘tradición’»20.

 

1.7. También la solidaridad necesita ser visitada por la gracia

 

También la fraternidad y la solidaridad necesitan ser redimidas. Nada humano, por admirable y utópico que sea, está exento de la necesidad de salvación: «la fraternidad también tiene que ser redimida, y para eso hay que acercarla a la Cruz, para que ahí tome su verdadera forma»21.

 

1.8. En síntesis

 

Es incuestionable la importancia de Platón, San Agustín y San Buenaventura. Como también lo es que la suya es una perspectiva legítima pero que no contempla debidamente algo de lo mucho que deja en el camino: entre otros, Aristóteles (“universal concreto” e inducción), San Ireneo (dignificación de la persona como consecuencia de la encarnación) y de Santo. Tomás (el conocimiento por connaturalidad propio de toda criatura)22.

 

2. Aportación en los debates sobre la Dei Verbum

 

J. Ratzinger es llamado a participar como experto en el concilio Vaticano II por el cardenal Frings de Colonia. A su mano se debe una famosa intervención del cardenal invitando abrirse al mundo y a recuperar las raíces genuinamente cristianas. Sin embargo, J. Ratzinger dará años después mucha más importancia (y, de hecho, la tiene) a su contribución en la Dei Verbum. Fue una intervención que, además de pasar inadvertida, fue erróneamente colocada –criticará– en el grupo de las aportaciones abiertas y progresistas. En el origen de esta importante intervención se encuentran, además de las convicciones explicitadas en la formación teológica, dos hechos de enorme importancia para la configuración de su perspectiva y para el futuro del gobierno eclesial: el rechazo del dogma de la Asunción por parte de algunos profesores (al entender que no formaba parte de la “tradición apostólica”) y el debate abierto por J. R. Geiselmann sobre la relación entre Escritura y Tradición en las actas del concilio de Trento. Es lo que se conoce como el debate –cerrado en falso, al decir de J. Ratzinger– sobre el “partim” “partim” y que tuvo una enorme importancia en la redacción final de la Dei Verbum.

 

2.1. El dogma de la Asunción de María

 

Al joven J. Ratzinger le llama poderosamente la atención que algunos profesores de teología no acepten el dogma de la Asunción en cuerpo y alma de María al cielo por ser una doctrina desconocida antes del siglo V y no formar parte, por tanto, de la “tradición apostólica”. Estos profesores, indica, tenían una concepción estricta de “tradición”, entendiendo por tal lo que ya estaba fijado. El “recordar” posterior no podía pasar de descubrir aquello que al principio no era visible y, sin embargo, «ya estaba dado en la palabra original»23. Esta era la concepción que el mundo teológico alemán tenía de la “tradición” en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización de la segunda guerra mundial y anterior al Vaticano II y que marca la redacción de la Dei Verbum. No había un concepto de Tradición “viva” y, por tanto, se tenían dificultades para entender la Tradición como el cauce vivo en el que nos llega la revelación mediante el auxilio de la Escritura, pero que es bastante más que ella gracias a la asistencia de Espíritu Santo. El descuido de este capital punto impedía una concepción de la Tradición abierta y creativa.

 

2.2. El debate sobre el “partim” “partim

 

Pero esta limitada concepción sobre la relación entre revelación, Escritura y tradición se vio incrementada en el transcurso del Vaticano II por el estudio que publicó J. R. Geiselmann sobre las actas de Trento en las que se recogen las aportaciones al decreto sobre la tradición.

 

Según el estudio de J. R. Geiselmann en el concilio de Trento se había propuesto en un primer momento una formula según la cual la revelación estaría “en parte” en las Sagradas escrituras y “en parte” en la Tradición. En el texto final, sin embargo, el «en parte…, en parte» fue evitado y sustituido por una “y”: sagradas escrituras y tradición nos transmiten juntas la revelación. J. R. Geiselmann dedujo que Trento había querido enseñarnos que no existía división alguna de los contenidos de la fe entre la escritura y la tradición sino que ambas contenían, cada una por cuenta propia, el todo; es decir, eran en sí mismas completas. La consecuencia de todo ello era que se comenzaba «a sostener que la iglesia no podía enseñar nada que no fuese expresamente rastreable en las sagradas escrituras, puesto que esta ultima contiene exactamente en modo completo todo aquello que se refiere a la fe. Y dado que se identificaban interpretación de la escritura y exé- gesis histórico-crítica, esto significaba que la iglesia no podía enseñar nada que no resistiese a la prueba del método histórico-crítico»24.

 

Se iba más lejos que Trento y se sostenía que «en la Iglesia la exégesis debía ser la última instancia, lo que equivalía –dada la diversidad de interpretaciones entre los exegetas– a que la fe debía retirarse a la indeterminación y a la continua mutabilidad de hipótesis históricas o aparentemente tales: a la postre, “creer” significaba algo así como “opinar”, tener una opinión sujeta a continuas revisiones»25.

 

El drama de la época postconciliar ha estado ampliamente determinado por este debate y por sus «consecuencias lógicas»26. Es patente que el método histórico-crítico no puede reconocer otra instancia distinta de la del argumento histórico27 y que «no tolera delimitación alguna a través de un magisterio de autoridad»28. La consecuencia es que problematiza el concepto de tradición ya que por medio del método histórico «no se alcanza a comprender que una tradición oral, que fluye junto a las Sagradas Escrituras y se remonta hasta los Apóstoles, pueda representar una fuente de conocimiento histórico junto a la Biblia»29.

 

No tiene nada de extraño que al joven J. Ratzinger le pareciera que el mé- todo de la teología liberal (Harnack y su escuela) era arbitrario y trivializador ni que propusiera «ser enderezado a través de la obediencia al dogma»30.

 

La constitución dogmática Dei Verbum, concluirá J. Ratzinger, «no ha sido plenamente aceptada todavía»31, quedando pendiente de comunicar sus autenticas afirmaciones a la conciencia eclesial y darle forma a partir de ella.

 

 

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1     Cfr. BENEDICTO XVI = RATZINGER, Joseph, Jesus von Nazareth. Prolog - Die Kindheitsgeschichten (2012), p. 5.

2     Cfr. Ibid., p. 9.

3     MEIER, John P., Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico (Verbo Divino, Pamplona 1998), v. I, p. 230.

 

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