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Jesús de Nazareth: Figura y mensaje

vol. I-II. Introducción

Comentarios a la trilogía de

Benedicto XVI

Papa emérito

 

 

Paz universal y universalidad de la salvación

 

La paz, la que Cristo „nuestra paz” nos trae, no podía estar ausente en la reflexión cristológica del Papa emérito. Efectivamente su presencia, ciertamente discreta, es significativa. En diferentes pasajes a lo largo de los dos volúmenes de la obra encontramos diversas alusiones dispersas al tema, que sólo una lectura atenta permite sintetizar.2

 

1. »No piensen que he venido a traer paz a la tierra«: Mt 10,34

 

Una primera constatación se impone: Jesús no ha traído la paz visible en el mundo, la paz universal, el bienestar para todos. Después de su venida al mundo, de su muerte y de su resurrección, muchas cosas, casi todas, han continuado igual que antes. En el contexto del estudio de las tentaciones de Jesús, y en concreto de la tercera tentación según el relato del evangelio de Mateo,3 se pregunta Ratzinger si no nos encontramos aquí con lo que más propiamente constituye la misión del Mesías: ser el rey del mundo que une toda la tierra en un gran reino de la paz y del bienestar. En otro lugar del mismo evangelio de Mateo leemos que el Señor reunió a los suyos en un monte y les dice que le ha sido dado todo poder en la tierra y en el cielo (cf. Mt 28,16-18). Pero este poder es el que da Dios, el que viene del cielo. Sólo el poder que viene de la bendición de Dios merece confianza; es un poder que le es dado como resucitado, es decir, que presupone la cruz. No verlo ha sido el error de Pedro, que trató di disuadir al Señor del camino que le llevaba a su pasión. El poder que el diablo ofrece a Jesús y que aparentemente puede traer la paz al mundo no es el que Jesús puede aceptar. Entre las esperanzas humanas y la respuesta divina, sin que se pueda negar toda correspondencia, se abre en realidad un abismo. Rechazando la tentación Jesús dice ante todo un no a un modo humano de construir el mundo. Y por ello surge la pregunta que nuestro autor se hace: “¿Qué ha traído Jesús propiamente si no ha traído la paz del mundo, si no ha traído el bienestar para todos, si no ha traído el mundo mejor? ¿Qué ha traído?” (v. I, p. 73).

 

Dejemos la respuesta para un segundo momento y profundicemos todavía más en la insatisfacción que a primera vista causa Jesús a quienes se preguntan por los resultados de su vida y de su obra. De nuevo se plantea Joseph Ratzinger esta cuestión en el contexto de las palabras del Señor sobre dejar la familia y la casa para seguirle. Esto es una ruptura radical del orden social querido por Dios, en el que juegan un papel fundamental el pueblo y la tierra. En la enseñanza de Jesús, a diferencia de cuanto ocurre en el Antiguo Testamento, no encontramos ningún proyecto de estructura social que se pueda instrumentalizar en la práctica. Y por ello está plenamente justificada la pregunta que llega precisamente desde el ámbito judío:

 

¿Qué ha traído en realidad vuestro “Mesías” Jesús? No ha traído la paz social del mundo y no ha superado la miseria del mundo. Por esto no puede ser el Mesías verdadero, del cual se espera propiamente estas cosas. Sí, ¿qué ha traído Jesús? La pregunta nos ha salido ya al encuentro, y conocemos también ya la respuesta: ha llevado al Dios de Israel a los pueblos, de tal manera que ahora todos los pueblos lo invocan y reconocen en la Escritura de Israel su palabra, la palabra del Dios viviente (v. I, p. 49).

 

2. Lo que Cristo ha traído: La universalidad de la salvación

 

Las últimas líneas que acabamos de leer nos anticipaban ya la respuesta que Ratzinger da a la pregunta que hace un momento nos formulábamos: Jesús ha traído a Dios, al Dios, cuyo rostro lentamente se había desvelado desde Abraham, pasando por Moisés y los profetas, hasta la literatura sapiencial. Este Dios que solamente se había revelado a Israel, y que también con muchas zonas de sombra había sido venerado por los gentiles; este Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios verdadero, Jesús lo ha traído a los pueblos de la tierra. Ahora conocemos su nombre y lo podemos invocar. Jesús ha traído a Dios y con ello la verdad sobre nuestro “hacia dónde” y “de dónde” (unser Wohin und Woher). Ha traído la fe, la esperanza y el amor (v. I, p. 74).

 

El Dios de Israel ha llegado a todos los pueblos, y con ello ha regalado a todos el don de la universalidad. Aunque de las palabras y los hechos de Jesús no se deduce un orden social concreto, de su vida y de su enseñanza brotan presupuestos significativos. En concreto uno de ellos es puesto de relieve por nuestro autor: la “universalidad”, que es una promesa muy grande y muy expresiva para Israel y para el mundo. El fruto de la obra de Jesús es una universalidad que no se funda ya en los vínculos carnales de la familia y de la descendencia. El vehículo, que hace posible esta universalización, es la nueva familia, cuyo único presupuesto es la comunión con Jesús, la comunión en la voluntad de Dios (cf. Mt 12,46-50; Mc 3,34-35). Esta comunión significa “entrar en la familia de aquéllos que llaman a Dios Padre [...] y – escuchándole – están unidos a la voluntad del Padre y así están en el corazón de aquella obediencia a la que se refiere laTorah” (v. I, p. 150). El salto a esta nueva universalidad viene de la nueva libertad, la obediencia de la filiación en la unidad con el Padre (v. I, p. 152). En Jesús se universaliza también el concepto del prójimo. No es sólo un connacional. Nos podemos hacer prójimos de todos. Se rompen las fronteras. Ya no se trata de quién es o no es prójimo para mí. Por el contrario se trata de mí, si yo me hago prójimo de todos. Y no es sólo que yo encuentre a mi prójimo, sino que me dejo encontrar por él (v. I, p. 237). “Aparece una nueva universalidad, que se funda en que yo desde dentro me hago hermano de todos aquéllos, con los que me encuentro y que necesitan mi ayuda” (v. I, p. 238). 4 El mismo Dios se ha hecho nuestro prójimo en Cristo. Necesitamos el amor salvador que Dios nos regala para poder amar. Siempre necesitamos a Dios que se hace nuestro prójimo, que viene a salvar al hombre desamparado al borde del camino, para poder nosotros hacernos también prójimos (a propósito de la parábola del buen samaritano).

 

En el mensaje de Jesús, lo hemos insinuado ya, no hay nada acerca de un específico orden político y social. La Torah, por el contrario, tenía la función de ofrecer a Israel un concreto orden jurídico y social. ¿No podía Jesús haber hecho algo semejante? En realidad el intento de traspasar a todos los pueblos el orden social de Israel hubiera significado prácticamente la negación de la universalidad que Cristo ha traído. El Dios de Israel es el Dios de todos, pero las leyes que Dios ha dado a Israel no pueden ser las de todos los pueblos. No son estas prescripciones las que han de ser universalizadas, sino la relación con Dios que quiere ser Padre de todos. La voluntad de la unión con Dios es lo único decisivo. Ha llevado tiempo entender, que el orden político y social depende de la voluntad de los hombres y que no es en sí mismo sacro. El reino de los hombres es y será siempre el reino de los hombres, y el que cree, que puede construir con sus fuerzas el mundo salvado, cae en el engaño de Satanás. Si la fe se quiere asegurar con el poder, termina al servicio de éste. Cristo es nuestra paz y nos une a todos en su cuerpo, pero no nos obliga a hacer nuestra la Ley de Israel, sino a concentrarnos en su núcleo más íntimo y esencial: cumplir la voluntad de Dios tal como el mismo Cristo nos ha enseñado. La paz de los pueblos no se realiza en la uniformidad impuesta. Si Jesús no ha traído la paz del mundo, ha puesto las bases y los presupuestos para otra paz más fundamental y duradera.

 

¿Cómo se realiza esta universalización y en qué se funda? Debemos estudiarlo a partir de los diversos misterios de la vida de Cristo tal como son tratados por Ratzinger en los vol. I-II de Jesús de Nazareth. Esta universalización se basa ante todo en la encarnación del Hijo de Dios. Jesús, el Hijo, se ha hecho hombre con nosotros y como nosotros. Un punto esencial se establece desde el comienzo, cuando se trata de la genealogía de Jesús: según Lucas esta termina, mejor diríamos empieza, en Dios (cf. Lc 3,37), y luego en Adán. Se pone de relieve así la misión universal de Jesús. Por su humanidad él, el Hijo de Dios, está unido a todos nosotros, de ahí la importancia de la referencia a Adán, y todos nosotros estamos unidos a él. Con él comienza la humanidad nueva (v. I, p. 37), se universaliza, en potencia al menos, la familia de Dios. El número de los doce apóstoles indica también esta universalidad. Se trata de un número “cósmico”, que indica que el nuevo pueblo de Dios, que está surgiendo, incluye toda a la humanidad. El fundamento de esta universalidad se funda en el hecho de que Jesús el Logos hecho carne por nosotros es el pastor de todos, el que muere para reunir a todos los hijos de Dios dispersos (cf. Jn 11,52). Solamente Jesús nos puede librar de la dispersión. Todos los hombres son uno, a pesar de la dispersión, a partir de él y hacia él.

 

3. Algunos temas específicos

 

3.1 Jesús y el Reino de Dios

 

Jesús ha predicado el Reinado de Dios, el reinado que irrumpe, que está cerca. Acaece algo nuevo. Conocemos el dato: se habla del Reino de Dios en los sinópticos, casi siempre en boca de Jesús, en los demás escritos del Nuevo Testamento casi desaparece. El eje de la predicación de Jesús es el Reino, después es la Cristología. Este hecho ha dado ocasión de pensar, que debemos volver a la predicación de Jesús, al Reino, es decir, a un mundo en el que reina la paz, la justicia, la preservación de la naturaleza. Por esto hay que trabajar, y esto sería la misión común de las religiones: “trabajar juntos por la venida del Reino” (v. I, p. 83). Cada una podría mantener sus tradiciones y su identidad, con el empeño común por un mundo de paz, justicia y respeto por la creación.5 Pero ¿quién nos dice dónde está la justicia y cómo se puede conseguir?, ¿cómo se alcanza la paz? En estas ideas utópicas se olvida a Dios, se olvida la fe, la religión se subordina a fines políticos, vale en la medida en que sirve a sus fines políticos. Jesús ha predicado el Reino de Dios, que, en el evangelio de Mateo, se convierte en el “Reino de los cielos”, sin cambiar su significado. Pero en la enseñanza de Jesús el reino de Dios supera el momento presente, es pobre en este mundo, pero crece como el grano de mostaza o la levadura que fermenta la masa (v. I, p. 83). El Reino no puede prescindir de Dios y de Jesús. En el Padrenuestro pedimos que venga su reino, que Dios sea Señor en cada uno de nosotros y en el mundo. La universalidad de este reino de paz, “de mar a mar” (Zac 9,10), el reino del Dios de la paz que Jesús hace presente de manera muy especial y visible en el domingo de Ramos: Jesús que entra en Jerusalén montado en un asno, la cabalgadura de la gente pobre y sencilla, “es un rey que rompe los arcos de la guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey de los pobres... Domina sobre un reino que va de mar a mar y que abraza todo el mundo” (v. II, p. 19).6 Este reino, identificado con la presencia misma de Jesús,7 se realiza sólo en la fe y el amor y no de otra manera (v. I, p. 389).“La violencia no establece el reino de Dios, el reino de la humanidad (Menschlichkeit). No sirve a la humanidad, sino a la inhumanidad” (v. II, p. 29). La violencia no engendra más que violencia.8

 

3.2 El Sermón de la Montaña

 

El comentario a las bienaventuranzas vuelve a ofrecer ocasión para tratar del tema de la paz. La paz se asocia a la filiación divina. Los que trabajan por la paz serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Ya en la figura de Salomón se juntan las ideas de la paz y la filiación. En la profecía de Natán se dice: “Mira, te nacerá un hijo, que será un hombre pacífico... en sus días concederé paz y tranquilidad a Israel... Será para mí un hijo y yo seré para él un padre” (1Cro 22,9-10). El reinado de la paz es el reinado de la filiación, y, podemos añadir, el de la fraternidad que en ella se funda. La bienaventuranza citada nos invita a hacer lo que hace Jesús, ser operadores de paz para llegar a ser hijos de Dios. La reconciliación con Dios (cf. 2 Cor 5,20) es el presupuesto de la paz. El alejamiento de Dios es el punto de partida del envenenamiento de los hombres, y la superación de este envenenamiento es la condición de posibilidad para que haya paz en el mundo. “Sólo el hombre reconciliado con Dios puede estar reconciliado y en armonía consigo mismo, puede crear paz a su alrededor y en toda la extensión del mundo [...]. Que haya paz sobre la tierra (cf. Lc 2,14) es voluntad de Dios y tarea para los hombres [...]. El esfuerzo por estar en paz con Dios es una parte ineludible del esfuerzo para que haya paz sobre la tierra” (v. I, p. 116). Es esta dimensión la que nos da la medida de todas las restantes. Cuando Dios desaparece de la perspectiva de los hombres desaparece también la paz.

 

En el sermón de la montaña no se formula en efecto un orden social concreto, pero se presentan las reglas y las coordenadas, que nunca serán realizadas totalmente en ningún orden social. Jesús dinamiza el concreto orden social y jurídico, lo saca del directo ámbito de Dios para entregarlo a la responsabilidad de los hombres. Señala a la razón que actúa en la historia el espacio de su responsabilidad. De ahí que siempre se tenga que elaborar y reelaborar una Doctrina Social cristiana con nuevos desarrollos que corrijan los anteriores según el paso de los tiempos (v. I, p. 160).

 

3.3 La reconciliación universal en virtud de la muerte de Cristo

 

En el enfoque de los temas de la entrada en Jerusalén y de la pasión, objeto del volumen segundo de la obra de Ratzinger, vuelven a aparecer algunos de los temas tratados en el primer volumen. A algunos de estos nuevos desarrollos hemos hecho ya alusión precedentemente. Jesús, decíamos, se ha anonadado en el mundo para elevarlo a Dios, el Dios de Israel es el Dios de todos los pueblos. La tendencia universalista, que ya en el Antiguo Testamento se puede notar, recibe de la cruz de Cristo su sentido más profundo. Unos griegos intentan ver a Jesús según Jn 12,20. En el crucificado van a encontrar al Dios verdadero después de haberlo buscado en vano en los mitos y en la filosofía. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”. La universalidad que ya en el Antiguo Testamento se ha anunciado (cf. Is 56,7) se ilumina a partir de la cruz. Desde la cruz es reconocido el único Dios, el Dios revelado en la zarza ardiente (v. II, p. 34). Ya antes de la destrucción física del templo de Jerusalén estaba claro para la naciente Iglesia que el tiempo de los sacrificios había terminado (v. II, p. 62). Los cristianos no podían quedar ligados a la particularidad de Israel. Nace una nueva universalidad, una unidad que la humanidad no puede conseguir con sus propias fuerzas, sino que le debe ser dada por Dios. La universalidad de la misión de Cristo no se refiere solamente a un grupo de elegidos, sino que su meta es el mundo entero, todo el cosmos. Con la misión de los discípulos debe terminar la alienación del mundo en su totalidad y llegar a la unión con Dios (v. II, p. 117, a propósito de Jn 17).

 

La Eucaristía es el acontecimiento visible de la entrada en la unión con Dios, que lleva a los hombres a la unidad entre sí desde dentro (v. II, p. 158: Von innen her). Jesús no impone una paz desde fuera, con medios políticos o económicos, con medios exteriores, sino que al abrir a todos los hombres el camino de la unión con Dios les da la posibilidad de unirse también entre ellos. La Eucaristía está esencialmente relacionada a la cruz, y en la cruz y a partir de ella Jesús ha separado la política y la fe, la política del pueblo de Dios. “Sólo en la fe en el crucificado, despojado de todo poder terreno y por eso exaltado, aparece la nueva comunidad, la nueva manera de reinar de Dios en el mundo” (v. II, p. 194). Se abre aquí el misterio de la representación, „uno por todos”, que ha dado lugar a tantas discusiones y también a malentendidos. En el evangelio de Juan aparece la misteriosa frase de Caifás que el evangelista considera profética: “‘Vosotros no entendéis ni palabra: no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera’. Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn 12,49-52). El sentido de las palabras de Caifás ha sido profundamente transformado por el evangelista. Ya no se trata de la particularidad de una nación o de un pueblo, sino de los hijos de Dios, que no son sólo los israelitas dispersos por el mundo, sino todos los creyentes, la comunidad de la Iglesia, y, todavía más allá, la unidad escatológica. Hijos de Dios no son sólo los judíos, sino los hijos de Abraham en el sentido paulino (cf. Rom 4, 16), todos aquéllos que se dejan llamar por Dios y que Jesús ha venido a reunir en un solo pueblo, en el cuerpo de Cristo.

 

Ratzinger ya desde hace mucho tiempo ha insistido en este concepto de la representación, que no es la “substitución”, es decir que otro haga algo por mí de manera tal que yo ya no estoy obligado a hacerlo.9 A esto han apuntado muchas ideas y pensamientos de la historia de las religiones. Jesús nos lleva en sí mismo a todos y nos abre el camino que solos no podemos ni siquiera descubrir, pero que podemos y debemos recorrer en su seguimiento. Su “representación” no nos invita a la pasividad sino a hacernos, también nosotros, operadores de paz. En este sentido él es nuestra paz, el que hace de los dos pueblos, podemos decir, de todos los pueblos, uno solo.

 

La sangre de Cristo no es como la de Abel, que clama venganza, sino todo lo contrario. No ha entendido el sentido de la muerte de Cristo el “pueblo” que grita: “caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt 27,25). No es venganza sino reconciliación y paz. Pilato tenía que defender la pax romana que no se basaba solamente sobre el poder militar sino también y sobre todo sobre el derecho. Pero la paz, en su caso, pasó por encima de la justicia. Pero esta paz no se fundó en la verdad. Tampoco ésta es la paz que nos viene a traer Cristo. Él, el Hijo de Dios hecho hombre, devuelve a Dios, en su cuerpo, toda la humanidad. Nos sostiene a todos en él, y nos da lo que solos nos podemos darnos a nosotros mismos. A la existencia cristiana pertenece el bautismo, que nos acoge en la obediencia de Cristo, y también la Eucaristía, en la que la obediencia de Jesús en la cruz nos abraza a todos, nos purifica y nos atrae a la adoración perfecta del Hijo hecho hombre (v. II, p. 259).10 Y de manera consecuente se nos dice que el cuerpo glorificado de Cristo, que se hace presente en medio de nosotros en la Eucaristía, es el lugar en el que los hombres son introducidos en la comunión con Dios y entre ellos (v. II, p. 299-300).

 

Si Jesús no trae la paz al mundo de una forma visible, ha puesto los fundamentos de la unión entre todos, no impuesta sino ofrecida, no con un concreto orden social y político sino a partir de la conversión de los corazones y de la aceptación de Cristo en la vida de las personas y de las comunidades. Él es nuestra paz, no porque nos indique el modo concreto de realizarla en el mundo, sino porque, al reconciliarnos con Dios, Padre de todos, ha establecido la sólida base de la reconciliación y de la unión entre todos los hombres: “Él es nuestra paz”.

 

Vale la pena que terminemos esta breve exposición citando las palabras finales del segundo volumen de Jesus von Nazareth. “En el gesto de las manos que bendicen [en la ascensión] se expresa la relación duradera de Jesús con sus discípulos, con el mundo. Cuando se marcha, viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso, los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciéndonos, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Esa es la razón permanente de la alegría cristiana” (v. II, p. 318).

 

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1     Cfr. BENEDICTO XVI = RATZINGER, Joseph, Jesus von Nazareth. Prolog - Die Kindheitsgeschichten (2012), p. 5.

2     Cfr. Ibid., p. 9.

3     MEIER, John P., Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico (Verbo Divino, Pamplona 1998), v. I, p. 230.

 

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