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Joseph Ratzinger - Bendicto XVI - Papa emérito

Evolución de su propuesta 3/3

como profesor, Prefecto y Papa

 

3. Ratzinger como Papa Benedicto XVI

 

La tercera etapa, inaugurada en la primavera de 2005, comienza con su papado como Benedicto XVI. Es un tiempo en el que parecen haber pasado a un segundo plano el lenguaje y la forma autoritativa de la fase precedente y en el que entra en escena un estilo mucho más propositivo.

 

Son positivamente reseñables sus posicionamientos sobre la laicidad del Estado, sobre la necesidad de que la iglesia se recoloque en el nuevo marco político y sobre el ecumenismo. Sin embargo, sus comentarios sobre el islam y la violencia, su diagnóstico de la conquista de América latina, su aparente fracaso en el intento de renovar la curia, su denuncia sobre la «prostitución» del teólogo63 y la Notificatio a Jon Sobrino son algunas de las señales que contradicen –al menos, de momento– el cambio pronosticado por algunos cardenales electores e, incluso, teólogos.

 

La publicación del primer volumen de la cristología como teólogo particular muestra la figura de un Papa más ocupado en testimoniar la fe y alentar que en sajar y curar. Sin embargo, es una tarea que no alcanza plenamente su objetivo ya que en muchos momentos reaparece, a pesar de su incuestionable buena voluntad, el teólogo fundamental que no ha olvidado ni ha renunciado a retomar algunas de las cuestiones planteadas a lo largo de su trayectoria, particularmente, las referidas a la relación entre revelación y tradición, así como entre sagrada escritura y magisterio. Esto es algo constatable, por ejemplo, en la centralidad que concede a su singular interpretación del evangelista Juan. Y, desde ella, a muchas de las polémicas cuestiones tratadas en su período como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

 

3.1. La centralidad de Juan

 

Es cierto que en este primer volumen de la cristología hay abundantes referencias a los sinópticos, pero también lo es que no ocupan el puesto capital que, finalmente, es concedido a Juan. El cuarto evangelista subraya el recuerdo y la memoria, algo capital para un platónico y agustiniano. El recordar del que habla Juan, sostiene Benedicto XVI, no es el resultado de un mero proceso psicológico o intelectual en el ámbito privado, sino un acontecimiento eclesial que –al estar guiado por el Espíritu Santo– trasciende la esfera propiamente humana del comprender y conocer, muestra la cohesión entre la Escritura y realidad y nos guía a toda la entera verdad.

 

Consecuentemente, el cuarto evangelista deja abierta a cada época y generación –gracias al comprender en el recordar– una vía de mejor y más profunda comprensión de esa verdad. Es un camino que, yendo más allá de la historicidad de los acontecimientos y de las palabras, nos introduce «en aquella profundidad que procede de Dios y conduce a Él», es decir, «nos muestra verdaderamente la persona de Jesús, tal como era, y por eso nos muestra a Aquel que no sólo era, sino que es; Aquel que, en todos los tiempos, puede decir en la forma de presente: ‘Yo soy’ ‘Antes de que Abrahán fuera, Yo soy’ (Jo 8, 58). Este Evangelio nos muestra el verdadero Jesús y podemos usarlo tranquilamente como fuente de Jesús»64.

 

Como se puede apreciar, la referencia a la historia de Jesús tiene una importancia secundaria al quedar articulada desde la primacía del “recuerdo” vivo en que nos llega. J. Ratzinger sintoniza en esta apuesta con sus maestros S. Agustín y S. Buenaventura y con su amigo H. Urs von Balthasar, a pesar de que apunte en alguna ocasión –acertadamente, por cierto– que una fe que se olvide de la dimensión histórica se convierte en “gnosticismo” porque descuida la carne, la encarnación y la verdadera historia62.

 

En esta apuesta por el cuarto evangelio no sólo reaparecen referencias tan importantes en la biografía teológica de J. Ratzinger como el nexo entre conocer y recordar, historia y fe, Espíritu Santo y magisterio o revelación y tradición, sino que se justifican, entre otros puntos, su concepción de “la” verdad y su posición favorable a la llamada exégesis canónica.

 

3.2. Verdad y evidencia

 

Hay un punto de fondo que atraviesa toda la biografía teológica de Ratzinger y esta cristología de principio a fin: su pasión por mostrar la capacidad seductora de Jesús, “la” verdad por excelencia.

 

Benedicto XVI siempre ha tenido un interés particular por argumentar la relación existente entre verdad y evidencia. Su desmarque de la neoescolástica y su asentamiento agustiniano encuentran aquí una correcta explicación. Nada de extraño que ahora subraye el lado espiritual de quien se autopresenta –para escándalo de los judíos y extraños– no sólo como «el camino y la vida» sino, sobre todo, como “la” verdad. Y que lo haga reclamando para sí la evidencia propia de toda belleza y la capacidad de seducción y fascinación que le es propia.

 

Ésta es una legítima acentuación que cuenta con una fecunda y rica tradición en la historia de la teología. Pero es una perspectiva entre otras, igualmente arraigadas en la tradición cristiana.

 

Existen, por ejemplo, otras más atentas a mostrar que “la” verdad de Dios consiste precisamente en su amor y, de manera particular, en su asociación con los crucificados de este mundo. Son cristologías que muestran sobradamente que el seguimiento de Jesús “veri-fica” (es decir, se hace verdad) en los bienaventurados a los que está asociado, por puro amor, de manera preferente. Y que como consecuencia de tal asociación –sólo aceptable y comprensible en la fe– es consuelo para unos y aguijón para otros.

 

La concepción que Benedicto XVI tiene de la verdad explica que en sus referencias a los santos padres no resalte como es debido un dato incontestable para ellos: que los pobres son los vicarios de Cristo y que en tal verdad se aloja una capacidad de seducción capaz de conmover a todos, empezando por los mismos padres griegos y latinos, siguiendo por casi todos los santos y místicos y continuando por las personas de buena voluntad de todos los tiempos.

 

Es cierto que a esta comprensión de la verdad le ronda el riesgo del “ateismo cristiano”. Pero no es menos cierto que la perspectiva marcadamente plató- nica y agustiniana a la que se apunta J. Ratzinger tiene que eludir los riesgos del docetismo o intelectualismo y del espiritualismo desencarnado y ciego. En definitiva, del “gnosticismo” que acertadamente denuncia en su cristología.

 

Pocos discuten que Mt 25, 31 y 1Juan 4, 8 son dos textos con una indudable fuerza para marcar la teología de todos los tiempos. Así ha sucedido siempre, con la dramática excepción del siglo XIX y parte del XX, un tiempo en el que la iglesia, ocupada en curarse las heridas dejadas por la pérdida de los estados pontificios y por sacudirse las ingerencias de los poderosos de este mundo, acaba descuidando la centralidad de los pobres y deja que el marxismo se apropie violentamente de semejante verdad.

 

Desde entonces, una parte de la iglesia católica ha tenido enormes dificultades para diferenciar el ropaje inaceptablemente violento y autoritario de la reivindicación marxista de la raíz radicalmente evangélica que aletea en su defensa del proletariado y, por extensión, de los pobres. Y como consecuencia de ello, ha tenido dificultades para superar una concepción paternalista o meramente asistencialista de la pobreza y abrirse a una consideración estructural de la misma. Esto es algo evidente en la biografía teológica de J. Ratzinger. Una legítima y argumentada prevención ante el marxismo triunfante durante su época como profesor y obispo parece haberse convertido –una vez derrotado ideológicamente con la caída del muro de Berlín– en un prejuicio difícilmente superable.

 

Es deseable que, sin renunciar a una oportuna crítica sobre las manifestaciones contemporáneas del pelagianismo, se acompañe dicha crítica de similares cautelas ante las actuales variantes del docetismo (en el fondo, confesión de palabra sin coherencia de vida ni experiencia mística). Éste es, con certeza, el error más extendido y más disolvente de los que amenazan en nuestros días a la fe cristiana y sobre el que se echa de menos una crítica consideración en esta cristología y en su precedente biografía teológica. Al menos, tan contundente e insistente como la que se realiza del pelagianismo o “ateísmo cristiano”.

 

Es así como “la” verdad manifestada en Jesús podrá ser mostrada en todo su alcance y con todas sus consecuencias. Y es así como evidenciará su incuestionable capacidad para seducir y, también, escandalizar.

 

3.3. Recelo a la exégesis histórico-crítica

 

Jesucristo era presentado en los años treinta –afirma Benedicto XVI– a partir de los Evangelios, por lo cual, a través del hombre Jesús se hacía visible Dios y a partir de Dios se podía ver la imagen del auténtico hombre. En los años cincuenta aparece el debate sobre el Jesús histórico y el Cristo de la fe alejándose el uno del otro. Y lo hace de la mano de la investigación histórico-crí- tica ¿Qué significado puede tener la fe en Cristo si el hombre Jesús era tan diferente de cómo lo habían presentado los evangelistas y de cómo lo anuncia la Iglesia partiendo de los Evangelios?66 Se inicia un proceso de reconstrucción del Jesús histórico que más tiene que ver con la biografía de sus autores que con Jesús mismo.

 

La consecuencia de todo ello es –diagnostica J. Ratzinger– un Jesús histórico cada vez más alejado de nosotros porque en realidad sabemos muy poco de Él. En esta onda se encuentra R. Schnackenburg, para quien sólo nos queda la historia de las tradiciones y de las redacciones.

 

Esta conclusión, sentencia Benedicto XVI, es «dramática para la fe» porque la deja sin una referencia cierta y la relación con Jesús corre el riesgo de sustentarse en el vacío o, en el mejor de los casos, en las ocurrencias del exé- geta de turno67. La Biblia queda incapacitada para hablar del Dios viviente y se extiende la convicción de que cuando nos aproximamos a la Escritura y la comentamos, en realidad estamos hablando de nosotros mismos. Peor todavía: estamos decidiendo qué puede hacer Dios y qué queremos o debemos hacer nosotros68.

 

Esta manera de acercarse a la Escritura acaba secuestrando la comunión de Jesús con el Padre. En ella consiste la singularidad del Jesús histórico. Sin ella no es posible comprender nada. Y sólo partiendo de ella se puede entender todo, incluso en nuestros días69.

 

3.4. La lógica “católica”

 

La contundente valoración que J. Ratzinger formula de la exégesis histó- rico-crítica (y las consecuencias que comporta) lleva a recordar, una vez más, la importancia suma de primar la llamada lógica “católica” frente a otras lecturas de la Escritura excesivamente marcadas por biografías personales o por legítimas –pero, frecuentemente, limitadas– acentuaciones personales.

 

Desde los tiempos del PseudoDionisio sabemos que toda teología que se precie de tal ha de cuidar la encarnación del Hijo y la resurrección del Crucificado. También sabemos que la riqueza del misterio que se nos entrega en Jesucristo solo puede ser balbucida manteniendo en el equilibrio inestable –propio de todo pensamiento “católico”– esas verdades que para un pensamiento racionalmente estrecho son percibidas como contradictorias o imposibles de articular: Jesús y Cristo, trascendencia e inmanencia, revelación e historia o Escritura y tradición. Y sabemos, igualmente, que la pluralidad de discursos teológicos es consecuencia de acercarse a un misterio que excede nuestras capacidades comprensivas y también de adoptar diferentes puntos de partida: no es lo mismo aproximarse desde inquietudes veritativas que estéticas o amorosas. En cualquier caso, para que toda aproximación sea efectivamente “católica” tendrá que integrar las verdades a las que otras perspectivas son más sensibles y ser muy consciente, a la vez, de los riesgos que rondan a la perspectiva adoptada.

 

Con su apuesta por la “exégesis canónica” J. Ratzinger parte –como agustiniano que es– del Cristo de la fe y desde Él se encamina al Jesús histórico: «Yo sólo busco, más allá de las meras interpretaciones histórico-críticas, aplicar los nuevos criterios metodológicos, que nos permiten una interpretación propiamente teológica de la Biblia y que exigen la fe, sin por ello querer y poder renunciar de ninguna manera a la seriedad histórica»70. Es una legítima perspectiva teológica y espiritual, atenta a la iluminación interior que procede de lo alto y pronta a contemplar fascinado el misterio divino. El Cristo de la fe es el punto de partida axiomático de su teología y espiritualidad: a Cristo –viene a decir J. Ratzinger– o «se le toma como un loco o se le sigue como un loco». Es cristiano quien ha quedado seducido por la contemplación de un misterio capaz de iluminar todas las parcelas de la existencia. Cuando ello sucede, el cartesiano «cogito ergo sum» se convierte en un “católico” «cogitor ergo sum» («Soy pensado, luego existo»). Ésta es la loable inquietud que late en su apuesta por la “exegesis canónica”. «Sólo a partir de Dios se puede comprender al hombre y sólo si vive en relación con Dios, su vida se hace justa. Dios no es un lejano desconocido. Nos muestra su rostro en Jesús; en su actuar y en su voluntad reconocemos los pensamientos y la voluntad de Dios mismo»71.

 

3.5. Riesgo de subjetivismo

 

Pero como toda apuesta, presenta –si se analiza a la luz de la historia de la espiritualidad– indudables limitaciones. Y no es la menor de ellas su proclividad a favorecer interpretaciones “eisegéticas”, es decir, proyectivas de deseos y sentidos ajenos –y hasta enfrentados– al Jesús de la historia. Para que el recurso a Cristo no acabe convirtiéndose en la búsqueda de un analgésico, de un placebo, de un hippy fascinante, de un postmoderno debidamente autocentrado o de un fiel más dócil a la autoridad eclesial que a la palabra del Maestro se necesita la referencia del Crucificado, del Jesús histórico. Gracias a Él sabemos, por ejemplo, que nuestro centro es “excéntrico”, que pasa fuera de nosotros, de nuestra subjetividad, deseos, aspiraciones, ilusiones y que se actualiza en los crucificados de este mundo.

 

Por ello, hay que recordar que junto a esta perspectiva legítimamente primada por J. Ratzinger existe la que, partiendo del Jesús histórico, aproxima al Cristo. Y, al acercarle, ahorra el riesgo masoquista que ronda a todo seguidor que se queda únicamente en la contemplación del Crucificado.

 

Es la perspectiva en la que están empeñados, desde E. Käsemann, una buena parte de los exégetas y teólogos católicos que tienen claro, con Benedicto XVI, que el Jesús del kerigma es más que el Jesús histórico, pero también que el Jesús histórico ha de seguir siendo el criterio último de la identidad cristiana y de toda cristología; como lo fue para Pablo, los evangelistas, el redactor de la carta a los hebreos y el de la Apocalipsis.

 

Esta circularidad entre Cristo y Jesús desde la primacía de la historia es algo –recuerdan estos teólogos y exégetas– que ha pervivido a lo largo de la historia de la iglesia, a pesar de que la tradición cristiana no haya considerado nunca conveniente canonizar la historia de Jesús (O. Tuñí).

 

Y por si este argumento sobre la primacía del Jesús histórico sobre el Cristo de la fe no fuera suficiente, hay que recordar que es el criterio reivindicado por la declaración Dominus Iesus en su crí- tico e interesante diálogo con aquellas posiciones que hacen de la máxima «Jesús separa, el Espíritu une» el axioma configurador de su perspectiva. Juan Pablo II recuerda acertadamente que el Espíritu del que hablamos y al que nos referimos es el Espíritu de Jesús, el resucitado de entre los muertos, es decir, el histórico.

 

Por tanto, el ir “más allá” del dato histórico que legítimamente reivindica Benedicto XVI apoyándose en la “exé- gesis canónica” está obligado a pasar, más tarde o más temprano, por el crisol del Jesús histórico, el Crucificado que se actualiza en los crucificados de este mundo. Es ese crisol el que evita incurrir en el riesgo “eisegético” indicado con los espiritualismos, subjetivismos y manipulaciones sobre los que alertaron incansablemente los santos y los místicos. Entre ellos, Santa Teresa y San Ignacio.

 

El santo vasco afirma en su autobiografía que aprendió a renunciar a «grandes noticias y consolaciones espirituales» y también a «nuevas inteligencias de cosas espirituales y nuevos gustos», en particular, cuando le sobrevenían en horas de sueño o de trabajo porque le imposibilitaban hacer lo que tenía que hacer72.

 

Y la mística castellana escribe que «es falta de humildad querer que se os dé lo que nunca habéis merecido», que «está muy cierto a ser engañado o muy a peligro», que nadie está seguro de que ese camino sea el que le conviene y que «la mesma imaginación, cuando hay un gran deseo, ve aquello que sea»73. Por ello, no está de más recordar, en esta ocasión de la mano de Jon Sobrino, que la cruz de Jesús es el dato definitivo que critica todos los absolutos (y métodos teológicos) porque ella no es ni puede ser un absoluto.

 

Ésta es la asignatura pendiente de la “exégesis canónica” aplicada por J. Ratzinger en el primer volumen de su cristología, a pesar de que no falten reiteradas reseñas a la dramática situación del continente africano.

 

Sin embargo, es una referencia que no acaba configurando su perspectiva teológica y que casi siempre se sostiene en un diagnóstico más religioso y cultural que político o económico.

 

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1     Cfr. BENEDICTO XVI = RATZINGER, Joseph, Jesus von Nazareth. Prolog - Die Kindheitsgeschichten (2012), p. 5.

2     Cfr. Ibid., p. 9.

3     MEIER, John P., Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico (Verbo Divino, Pamplona 1998), v. I, p. 230.

 

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