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Joseph Ratzinger - Bendicto XVI - Papa emérito

El cónclave del año 2005 1/2

La votación por Martini, Bergoglio y Ratzinger

 

«No lo puedo hacer, ya no. Estoy demasiado viejo y enfermo»:

reacción de Carlo Maria Card. Martini tras haber sido elegido

 

»El argentino Jorge Mario Bergoglio. Era considerado como brillante, valiente, experimentado«.

ENGLISCH, Andreas, Benedikt XVI. Der deutsche Papst (C. Bertelsmann, München 2011).

 

Crónica de la elección: Ciudad del Vaticano, Capilla Sixtina, abril de 2005. El sigilo en la capilla, restaurada por orden del Papa Sixto IV, gravitaba con dificultad sobre los ciento quince cardenales, quienes debían elegir un nuevo Papa. Ellos debían resolver el acertijo sobre quién debería ser tan audaz de estrenarse por voluntad de Dios como como el sucesor CCLXIV. de San Pedro y salir al balcón del Palacio Apostólico. Los tiempos, cuando la elección del Papa interesaba propiamente sólo a la Iglesia italiana, porque uno de sus cardenales llegaría a ser elegido como Papa, habían acabado definitivamente desde la elección de Karol Wojtyla. El Papa polaco había globalizado la Diócesis de Roma y a causa de ello miraba esta vez el mundo entero hacia Roma.

 

Ya poco después de que el Maestro de Ceremonias Pontificias Pietro Marini había recluido a los cardenales en la Capilla Sixtina, poco después de su »extra omnes«, es decir cuando todos los no implicados deben abandonar el cónclave, se habían dirigido las miradas a un hombre. A un italiano, a Carlo Maria Card. Martini. Él había sido permanentemente el «Segundo», durante más de una década había sonado su nombre, cada vez que se hablaba sobre quién podría ser el próximo Papa. A los mismos Cardenales procedentes de las partes más lejanas del mundo no debía uno explicar, quién era Martini, a qué bancada pertenecía. El hombre esbelto, que no parecía en absoluto ser un italiano, quien con su piel clara y con su altura sobresaliente recordaba más bien a un danés o sueco, era una superestrella de la Iglesia y sus libros eran mundialmente conocidos.

 

Todos los Cardenales conocía el estilo propio de Martini, su concepción sobre el ser humano. Parecía como un ágila curiosa, que contempla el entorno, quien ve a lo lejos más allá de las cabezas de los seres humanos, quien tiene la grandeza ante su mirada, en lugar de dejarse irritar por las pequeñeces. La cabeza lúcida, el hombre que tenía una cosmovisión propia, experiencias en las diócesis italianas más destacadas, en Milán, sobresalía y era considerado como un cadidato perfecto.

 

Tan pronto como Martini apareció, se apiñó una armada de reporteros en torno a él. Debió ser escoltado por un equipo de colaboradores para contener la jauría de reporteros y para concederles con tacto una cita con el Cardenal magnificente. Después de que el portavoz del Vaticano Joaquín Navarro-Valls había revelado al mundo, que el Papa Juan Pablo II padecía por la enfermedad de Parkinson, que incluso posiblemente podría dimitir al ministerio petrino, había especulado la Iglesia católica sobre Carlo Maria Card. Martini. Especialistas en Teología habían discutido sobre el tema sutilmente, si él se podría jurar obediencia a sí mismo, pues como jesuita estaba vinculado a la obediencia peculiar ante el Papa. Este planteamiento no contaba con otros antecedentes en la historia, porque un jesuita aún no había tenía éxito en el salto hacia el trono de Pedro. Muchos políticos, entre ellos también George Bush senior y Helmut Kohl, habían buscado estar cerca de Martini, porque suponían, que él podría ser el siguiente Papa.

 

Año tras año había trancurrido, Carlo Maria Card. Martini había publicado libro tras libro, cada vez con nuevo brío había concedido entrevistas. Había originado una media biblioteca, en cuyos libros solamente sobre ello había sido especulado, cómo sería la Iglesia católica bajo el pontificado de Carlo Maria Martini. Y Karol Wojtyla entretanto había regido y regido, padecido y luchado, pero no se había despedido con antelación. Así había transcurrido la era de Martini, y el tiempo había embestido vigorosamente al perfecto sucedor al trono de Pedro, el temblor de sus manos ya no lo podía ocultar Martini, quien padecía asimismo desde hacía mucho tiempo por el mal de Parkinson. Envejeció y quedó debilitado. A las miradas, las que se dirigían a él cuestionándolo en la Capilla Sixtina, rehuyó él cabizbajo; aún fue capaz de atraer muchos votos en favor de su nombre en el primer escrutunio, pero sus hombros caídos se expresaban con un lenguaje inequívoco: «No lo puedo hacer, ya no. Estoy demasiado viejo y bastante enfermo».

 

Pero si Carlo Maria Card. Martini declinaba en favor de otros candidatos, ¿era entonces tiempo para una gran revolución, para elegir al primer Papa del continente americano? El intrépido plan, de elegir un hombre procedente del Nuevo Mundo, había madurado en la década pasada. Karol Wojtyla no se había cansado de enfatizar, que Latinoamérica era la tierra de la esperanza; la mayoría de los católicos en el mundo vive en el continente americano. Un hombre estaba listo, para asumir esta aventura: El argentino Jorge Mario Bergoglio. Era considerado como brillante, valiente, experimentado, conocía la Iglesia católica a nivel mundial, y además era considerado como un teólogo excelente –así pareció muy poco sorprendente, que Bergoglio cada vez más votos pudiera sumar.

 

No obstante su mirada, la que los Cardenales interceptaban desde sus pupitres, no se erguía; sombríamente miró Bergoglio, quien con sus cejas grises y ojeras oscuras parecía como un cuervo experto sobre la urna electoral, tomó nota huraño y extrañado por el resultado de los ulteriores escrutinios, malhumorado percibió, que él cada vez más votos acumulaba. El gesto cada vez más agrio en su boca les dejó claro a los cardenales, que Bergoglio estaba al tanto, que él conocía las voces, que murmuraban tras él por los pasillos solitarios de la Casa de Santa Martha. Afirmaban sus adversarios, que él ocultó la complicidad del Episcopado argentino con la Junta Militar del dictador Videla. El asunto de Begoglio no se esclarecía, sabía que ellos sospechaban incluso, de que él había delatado a sacerdotes ante la Junta Militar en el año de 1976.

 

Pero ¿era ello cierto? ¿Quién podía saberlo, quién podía probarlo? ¿Mas quien podía asegurar, que eso no fue así? ¿Qué pasaría, si una vez que lo eligieran como Papa, emergieran indicios, los cuales indicaran contundentemente, que él había sido un soplón del régimen militar? ¿No era sospechoso, que Bergoglio no había sido encarcelado por los verdugos incrédulos del régimen militar? Él no había sido por tanto un héroe. ¿Y si él había sido un cómplice? ¿Cómo debían los Cardenales redir homenaje a un Papa con tales antecedentes? Tras la elección ellos no podían deshacerse de él, si el escándalo fuera dado a conocer. Ellos podían como máximo esperar a su dimisión voluntaria y en el peor de los casos podían esperar hasta su muerte. Muy arriesgado. Bergoglio no era una elección segura.

 

Pero si ni Martini y tampoco Bergoglio, ¿entonces quién? El hombre con los cabellos blancos como la nieve atrajo las miradas de los Cardenales. ¿Mirándolo bien, por qué no? Pensaron ellos, ¿por qué no el teólogo de Bayern? ¿No lo había hecho brillar en especial Karol Wojtyla, quien lo había considerado no sólo como un buen colaborador, sino también le había llamado »mi amigo acreditado« en su último libro? ¿Por qué no por consiguiente el Prefecto de la Congregación de la Fe, el permanente compañero de camino de Wojtyla? ¿De dónde tomar a alguien, quien comparado con el Papa del milenio Karol Wojtyla, no difuminara su legado? Les pareció claro a todos: elegir a Joseph Ratzinger como Papa, era un acto de crueldad conforme a las normas, pues él había cometido un error. Él había querido prohibir en sus escritos a las masas, a las mismas masas, que afuera esperaban a poder aclamar al siguiente Papa, su aplauso, sus porras durante la celebración de una Misa, él les había puesto en claro, que su conducta le parecía litúrgicamente indigna.

 

Elegir a Joseph Ratzinger como Papa, significaba, nada menos que obligarlo, a arrastrar a las masas de todos los continentes y a cautivarlas con su carisma, después de haber prohibido a los católicos devotos convertir la celebración eucarística en una pachanga. Joseph Ratzinger no había tomado nunca en consideración, que él mismo podría llegar a ser puesto en la situación, de deber efrentar exactamente a las masas. Joseph Ratzinger no dudó un segundo en que él decidiría su vida ahí, donde hasta ahora había pasado, en el silencio de su sala de estudio. ¿Cómo podía uno enviar frente a las masas en coro a este hombre, quien sin ambages ni rodeos había dicho, que él no quería nada que ver con el bullicio de las masas al celebrar una ceremonia litúrgica? ¿Cómo podrían aclamarlo y decirle: vamos, ven ya, Papa Ratzinger, atrévete pues, a prohibirnos el aplauso y nuestras banderas, ellas hondean ahora para ti?

 

Así pues pensaron muchos Cardenales en aquel entonces: Esto no se lo podemos hacer, no se lo merece nuestro Joseph Card. Ratzinger. Él se excluyó a sí mismo de la elección como candidato al Papado, una y otra vez puso en claro, que él era inapropiado para imitar el modelo del Papa al estilo de Karol Wojtyla: un Papa para abrazar y un Papa de las masas, quien amó incondicionalmente las masas. Joseph Ratzinger había expresado continuamente su opinión y explicado, cómo él concebía las ceremonias litúrgicas dignas, sin aplausos y sin bailarines ante el altar, pero él nunca había descrito, cómo mantener a las masas bajo control. Ahora debía responder a este desafío: Si lo sabes, pues bien, indícanos, cómo manejar esto mejor.

 

Había una razón ulterior, la que hacía suponer, que casi era imposible la elección de Joseph Ratzinger como Papa: su carácter. Georg Gänswein, el secretario de Ratzinger, declaró después con toda claridad: »Joseph Ratzinger no se para con gusto en el ojo del huracán«. ¿Pero cómo debía un hombre ser el siguiente Papa, quien no podía soportar los bostezos, ni actuar en un show, transportado con un Jeep haciendo señas sobre la Plaza de San Pedro, ni atraer la atención de las cámaras de televisón sobre sí? Exigir esto a un hombre anciano, parecía un juego sucio.

 

La tercera razón, para no ser elegido, fue, que Joseph Card. Ratzinger no tenía ni la más vaga idea de la política vaticana; nunca trabajó en la Secretaria de Estado. Él fue vituperado acremente por el Secretario de Estado Angelo Card. Sodano con motivo del debate sobre la aceptación de Turquía en la Unión Europea. Cuando Ratzinger en una entrevista se pronunció contra dicha aceptación, Sodano le cerró la boca y declaró públicamente, que al respecto Ratzinger única y exclusivamente había expresado su opinión privada, no la de la Iglesia. Exactamente el hecho, que Ratzinger no contaba con confidentes y amigos en la Secretaría de Estado y hasta ahora no había mostrado ningún interés por el Ministerio de Asuntos Exteriores, esto y precisamente esto lo puso en el centro de atención de los Cardenales y lo convirtió en el candidato ideal para el Papado. Una serie completa de Cardenales deseaba, que la Secretaría de Estado volviera a respirar con alivio. Karol Wojtyla había acaparado todo. Las relaciones del Cardenal Secretario de Estado con los Jefes de Estado del mundo eran un simulacro. Karol Magno decidía en todo caso todo, sin Karol absolutamente nada sucedía. Él era el jefe y el héroe.

 

Así habían sido las relaciones de poder entre el Papa y el Secretario de Estado del Vaticano. Que ahora fuera elegido un Papa, el que por lo menos dejara respirar con alivio otra vez a la Secretaría de Estado, que le devolviera su significado político, era un sueño anhelado interiormente por muchos. El Papa debería vivir de este modo, en el ámbito público como un Papa notoriamente más débil que su antecesor. Al sigiliso y cortés Joseph Ratzinger cargarle todo eso, parecía injusto. ¿Podía uno cargarle al pacífico Joseph Ratzinger la guerra interna entre bandos?

 

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