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Anton Aschenbrenner

Ex-párroco, casado y papá

 

1.2 Mi infancia y mi vocación

 

En mi familia fuimos tres hijos y gozamos todos el amor intensivo de mamá. Mi madre padeció por mil enfermedades. Durante sus fases sanas trabajaba inagotablemente como vendedora, mientras que mi padre era funcionario del ferrocarril y activista de una asociación local. El esfuerzo de mamá fue recompensado: cada uno de sus hijos pudo estudiar y abrazar un oficio.

 

A mi actitud religiosa contribuyeron con toda seguridad mis dos abuelas. En nuestra parroquia era usual en aquel tiempo, que todos por inercia fueramos a la Iglesia. El amor materno es importante para los niños y tan vitalmente necesario como el agua, pero según las circunstancias de cada uno es decisiva la dosis. Uno puede ahogarse por exceso de agua y tanto amor puede matar. Nunca me ahogué en su turbulenta corriente, pero nunca logré nadar libremente en su raudal. Como sacerdote recién consagrado me inspiró el libro Clérigos de Eugen Drewermann y aguidizó mi mirada sobre las raíces inconscientes de mi grandes promesas sacerdotales: Quien jura obediencia a la Madre Iglesia, tiende ya desde los días de su infancia a un vínculo hiper-íntimo con su mamá. Quien se somete al Santo Padre, quiere proyectar su relación reverencial con su papá. Quien rinde una veneración debota a la Virgen María, sublima su energía sexual con ayuda del complejo brocado de la castidad. En cualquier caso es indiscutible, que nuestras decisiones se dejan troquelar por las vivencias de nuestra infancia.

 

Mi anhelo de llegar a ser sacerdote, se remite ampliamente en retrospectiva a mi infancia. Vivazmente contemplo la imagen de un paseo familiar dominical a una de las montañas de Bayern. En la casa de huéspedes nos atendió un padre redentorista y nos preguntó a los niños por nuestros deseos vocacionales. Yo tenía entonces tal vez cinco o seis años y sucedió antes que ingresara a la primaria. Entonces miré ya entusiasmado a este hombre atento. Franca y libremente dictaminé, que yo quisiera llegar a ser sacerdote.

 

Cuando era niño admiraba a nuestro párroco. Él fue gentil y ciertamente un modelo inspirador para mí. Nuestro templo parroquial era enorme y moderno con muchas instalaciones anexas. Cuando yo tenía trece años, llegó otro párroco severo, alejado, con una actitud absolutamente rígida y predicador aburrido y completamente intransigente con respecto a los deberes y prohibiciones. Sus vicarios más alegres de vivir fueron controlados bajo su vigilancia y la de su rancia madre.

 

Con mayor razón, pensé yo, debo convertirme en sacerdote, para que los cascarrabias y retrógradas no se impongan. Me dejé impregnar por las mejores experiencias eclesiales: retiros de fin de semana, excursiones-campamentos, faenas de grupo para proteger la creación, equipos de monaguillos... y ante todo había después del horario escolar la oportunidad para discutir, leer, tomar té, hilar ideas y tratar algunos temas seriamente. Poco a poco me convertí en un chico atípico. A causa de mi notorio interés religioso recibí la Primera Comunión durante mi primer curso de la escuela primaria. Ya en cuarto año sabía cada uno de mis compañeros: Anton anhela llegar a ser sacerdote y para ello debe ingresar al Seminario.

 

El deporte fue importante, para estar a la altura de un gran compromiso. Libaba todo, lo que había sobre el mundo, leía muchos periódicos y analizaba reportajes sobre política en el TV. Leí al Ratzinger crítico de aquel tiempo postconciliar, pero también vidas de los santos. Quería convertirme en uno de ellos, en un nuevo san Francisco. Él abandonó todo, para estar a lado de los pobres. Rechazó la heredad de su padre, porque intuyó, que él no poseía esas cosas, sino ellas a él. Me convencí de que Dios ha dado el mundo para todos, para que todos puedan vivir sin aprietos. Dios no quizo, que uno explotara al mundo y a los seres humanos ni pensó, que si uno poseía más, sería más feliz. San Francisco fue feliz, sin tenerlo todo.

 

Fui más bien infeliz, porque yo, si bien no poseía en exceso, sin embargo poseía demasiado, más que todos los arruinados, a costas de los cuales surgía nuestro bienestar. Así me advertía el Evangelio: «¡Malditos ustedes, los que ahora son ricos!». Así sentía la amenaza de la Mala Nueva de la Bibllia. ¿Y por qué le llama uno entonces Buena Nueva? Quería saber más sobre ella y para ello debía estudiar. Había muchas frases gravosas para mi cerebro, por ejemplo «Fuera de la Iglesia no hay salvación». ¿Y qué pueden esperar los hinduistas, budistas y todos los demás? ¿Los arroja Dios en la mazmorra del suplicio del infierno? En mí efervecían estas preguntas y no podía responderlas.

 

Siempre me interesaron las Ciencias Naturales. ¿Pero dónde dejan ahí un lugar para Dios? Durante la preparatoria había vehementes discusiones sobre ello. Uno de mis colegas era darwinista, otro freudiano y otro marxista. Eramos un pueblecillo pintorezco, el que filosofaba de camino a la escuela como los peripatéticos.

 

El papá de un colega era secretario de Estado. A su lado noté rápidamente, quien de veras quería mejorar el mundo. Contra ciertos políticos opté sin duda por el sacerdocio, pues si uno puede mejorar el mundo, entonces debía optar a favor del ser humano. Sí, un sacerdote mediante el servicio escolar puede movilizar sus ovejitas contra los lobos – así

como nuestro párroco en la escuela. La imagen de mi futuro llegó a ser cada vez más clara y más cercana.

 

El otro sitio que troqueló mi vocación fue el claustro local de los redentoristas. Ahí podía uno permanecer tranquilo y libre de pensamientos. Ahí gocé con la meditación o aún mejor con la contemplación. Hasta el momento era mi anhelo, mejorar el mundo, para purgar por lo menos un poco mi culpabilidad frente a Dios. Con este fin encontré un sitio para simplemente sentarme, sin pensar ni actuar, tan sólo para estar ahí y entregarme sin palabras al misterio, el que nos abarca. Esta renuncia a la acción hubiera casi desmantelado mis planes. Mi convicción fundamental había sido antes de ello: sólo quien hace todo, para redimir al mundo, o por lo menos se prepara para ello, puede él mismo llegar a ser redimido. No obstante operaron los redentoristas y la meditación sobre mí como un remedio, el que uno sorbe de mala gana, pero el que finalmente efectúa milagros. Hubo vivencias íntimas, las que me motivaron, también entonces a morar una y otra vez en el silencio. Fueron cursos fascinantes, en parte incluso durante el fin de año, en parte durante los domingos más hermosos del año.

 

Mis progenitores percibieron y en especial mi madre, como mi vida cambió. Mamá admitía, que yo no comiera carne y que las chicas no atrajeran mi atención en la escuela, sino más bien la poítica y la religión. Ella me puso sobre aviso de mi exagerado acercamiento a la Iglesia y me aconsejó cuidar mi sólida formación. Pero yo quería ser sacerdote. Cada vez emergía de nuevo el sentimiento de culpabilidad: yo como hijo del mundo del bienestar soy responsable de la miseria de aquéllos, los que proveen nuestra materia prima, soy causa de la explotación del ser humano, de los animales y de la naturaleza. Ése fue para mí mi gran pecado grave, no la sexualidad según el escrúpulo altamente estilizado de la Iglesia. Seguramente hay también en este asunto algo peor, pero yo era en aquel tiempo escasamente consciente de ello.

 

Mi papá se preocupaba menos por cuestiones de la distribución justa del bienestar y de la protección del medio ambiente. Pude hablar sobre tales temas casi sólo con mi mamá. Como vendedora fue siempre empeñosa. Supongo, que he heredado de ella mi ethos incansable ante el trabajo y de mi padre el gusto por la aparición en público y de ambos una cercanía distantemente crítica pero comprometida en relación con la Iglesia.

 

Aprendí, que uno no necesita mucho, para ser feliz y que soy feliz con muy poco. Sufría mucho con la destrucción de la naturaleza, con la totura de los animales y con la escoria de los seres humanos. ¿Debí alegrarme por otras cosas en mi vida a pesar de todo? Hoy digo sí, porque sé, que también la tristeza y los malos caprichos no pueden opacar lo bueno. Alegrarse con la vida y hacer aquello, que me es posible: así reza mi experiencia de aprendizaje procedente del tiempo de mi infancia y juventud.

 

La religión y la Iglesia pueden ayudar provechosamente en ello, pero son como espadas de doble filo. Sentimientos de culpabilidad, miedo al infierno, grupos de presión y juegos de poder están ocultos bajo esta pantalla espiritual. Me fue claro, que yo quería saber más sobre este sistema y sobre este oficio.

 

 

Anton Aschenbrenner

Consagrado como sacerdote en 1988 en Diócesis de Passau, Niederbayern, Alemania.

Suspendido en 2003 por el Obispo Wilhelm Schraml de la Diócesis de Passau

y desde 2004 teólogo independiente.

 

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