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Anton Aschenbrenner

Ex-párroco, casado y papá

 

1.4 Mi primera parroquia

 

No fue una mujer, sino la frutración por lo que dejé el ministerio. Descubrí que no había un mundo por rescatar. De esta manera la debacle organizó un plan perfecto de desencato permanente. La enseñanza en la escuela me pareció una alternativa, por lo menos para entusiasmar a los jóvenes. Combinaba mi oficio como párroco en la aldea de Hintereben en la región del bosque del Danubio y prestaba un servicio en una escuela. Era ante todo escéptico. Con un amigo viajaba de incognito sobre la moto y me obedecía a mí mismo. El anterior párroco tenía ya ochenta años de edad y había permanecido ahí por treinta años. Me propusieron ese nombramiento y acepté con gusto la subasta. Supe, que había sido rescatado. El vicario general le había prometido a mi antecesor, poder habitar de por vida en la casa parroquial. ¿En dónde iba habitar yo? Me daba igual. Me instalé en un granero de un aldeano tres kilómetros fuera de la aldea. Para ducharme debía ir a la casa parroquial  antes pasaba cada mañana por el establo y compraba leche recién ordeñada. Aún no cumplía mis treinta años por entonces y fue casi adptado por los aldeanos. Me regalaban prendas de algodón y fue recibido como un rey con una fiesta magnificente aún más costosa que la fiesta de mi Cantamisa. Me sirvió mucho el plan pastoral de Zwiesel, donde había ejercido como vicario. Mis fieles se asombraban por mi proceder organizado y orientado a una meta segura. La vida era completamente encarnada, muy cordial y amena.

 

En Hintereben no había parejas sin desposarse y por ello había muchos parientes y emparentados. Un anciano me preguntó una vez, si podríamos adelantar la Misa dominical, ya que al día siguiente festejaban un aniversario de vida y con toda seguridad el templo iba a estar vacío en domingo. Le dije: »Debo primero preguntárselo al jefe«. »No« dijo él, »el jefe eres tú ahora«. Esta frase nunca la he olvidado. Había solidaridad permanente. Sentían mi presencia, caminaba a pie, a lado de la gente en casa. Consolaba a todos, cuantos encontraba. Como en una isla de los salvados pude trabajar ahí, como si no hubiera fuera de ahí otra Iglesia universal. Resanamos el interior y exterior del templo parroquial, su torre, el atrio, el cementerio anexo, el asilo de ancianos y la casa parroquial. Siempre me sentía incuido: taladrar, acarrear, construir. El templo estaba lleno cada Misa, las gentes donaban y colaboraban, las parroquias vecinas nos envidiaban. El granero era poco utilizado para pernoctar, a menudo pasaba la noche como huésped en casa de otras familias. Un dicho popular dice jocosamente: »¿Qué tienen en común párrocos y ácido muriático? ¡Ambos arrasan todo!«.

 

El fundamento para ello no fue sin embargo mi sociabilidad. En casa me sentía solo. Mi habitación era fría, aun cuando tenía buena calefacción, pues carecía del calor del corazón. Miraba los hombres felices en sus familias, era testigo de ciertos roces entre generaciones y partners, pero en principio era todo bueno – y me seducía. A veces pernoctaba en casa de alguna familia, para no volver a casa en tiempo de nieve y hielo. Ahí me sentía entonces en ocasiones como la quinta rueda de un vehículo.

 

Mantener atentos a los jóvenes ante el mensaje de Jesús, fue importante para mí, también motivarlos a la solidaridad social, fue uno de mis retos. Ente ellos había gentes interesantes. Había discusiones sugestivas. Una colega evangélico-reformada provocaba en mí al teólogo. Diálogos sin fin, durante los cuales uno al otro quería convencer, afianzaban mi certeza: »Y la Iglesia católica tiene no obstante razón«. Si bien valoraba mucho a mi colega, nunca dude, de que mi camino, así como estaba trazado, era el correcto. La cuestión, si me ilusionaba todavía ser párroco, me sobresaltaba. Decía: El sacerdocio es un don para toda la vida. Aún no conocía a Birgit, pues ella llegó a nuestra escuela el siguiente año.

 

En la oficina aconsejaba a las parejas tentadas por el divorcio. Adquirí experiencia sobre la psicología pastoral. Tomé conciencia del valor de una familia plena de vida. Descubrí, que mi escepticismo ante la posibilidad de formar una familia, tenía mucho que ver con las experiencias de mi infancia y juventud.

 

Pude aprovechar mis conocimientos para desempeñarme como consejero matrimonial. No obstante decidí permanecer fiel a mi tarea en la escuela como maestro de religión y director espiritual y en mi parroquia como pastor. Este servicio ayudó a los alumnos, a los y a las colegas, entre las cuales Birgit comenzó a colaborar a partir del año 1994. Un reto emocionante me desafió. 

 

 

Anton Aschenbrenner

Consagrado como sacerdote en 1988 en Diócesis de Passau, Niederbayern, Alemania.

Suspendido en 2003 por el Obispo Wilhelm Schraml de la Diócesis de Passau

y desde 2004 teólogo independiente.

 

Vínculo matrimonial y familias en situaciones complejas

 

Desafíos de la caridad para la Iglesia y Sínodo de los Obispos sobre la Familia
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