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Anton Aschenbrenner

Ex-párroco, casado y papá

 

1.3 Sacerdote recién consagrado

 

Veinte anos de espera prepararon aquel gran día. Y desde entonces soy sacerdote –para siempre–. Concluí mis estudios. Lo que siguió, fue la conmoción de la praxis. No estaba completamente mal. Yo mismo debí elegir mi primer asesor. Afanoso fui siempre, pero en comparación con él fui tan sólo un dormilón. Cuando yo cesaba de trabajar cerca de las 10 u 11 de la noche en la casa curial había luz todavía en su oficina. Me dejó trabajar, fue amigable, extrovertido, apreciado –sólo sus homilías eran tan largas como la Cuaresma–. La alta Teología nunca fue consultada en casa, bastaban una porción grande de humanidad y muchas iniciativas, para mantener el buen humor de la comunidad.

 

Cada uno podía actuar a su modo y manera y como decidiera: así era la libertad inocua de un párroco de aldea. El baile fue mi caballito de batalla y el tema de mi tesina. Con ella vino mi consagración sacerdotal ahora inminentemente cercana. Con un colega, el que contrajo nupcias tan sólo tres años después de su consagración, ponderamos como aspirantes al presbiterado los pros y los contras. ¿Tiene realmente sentido, trabajar en esta Iglesia? Concluimos que sí de cara a la tendencia conservadora de muchos. Por eso precisamente creíamos necesario, que gente como nosotros contribuyera también a dirigir el rumbo de la Iglesia.

 

El último paso preparatorio para el presbiterado fueron la ejercicios espirituales en la abadía de los benedictinos de Admont. Por fin llegó el sábado 2 de julio de 1988. La enorme catedral de la Diócesis de Passau desde las horas previas ya estaba llena. Nosotros como gladiadores fuimos revestidos en la sacristía magnificente, mientras que en la nave de la catedral ocupaban sus respectivos lugares nuestros progenitores, hermanos y muchos amigos. Ingresamos a la Iglesia tras una larga procesión solemne con un sentimiento increíblemente exaltatorio. Aún así reconocí uno y otro rostro de alguien, quien me hacía señas, a pesar de que todo era por lo demás tan serio como la muerte.

 

En silencio yacimos de bruces sobre el piso lustroso, fueron elevadas las oraciones al cielo, presuntamente descendió el Espíritu de Dios sobre nosotros. Rendimos nuestras promesas con nuestras manos entrelazadas con las manos del obispo y él nos entregó un cáliz. Durante la acción consecratoria nos impusieron las manos sobre la cabeza –primero el obispo y los dignatarios de la diócesis, luego los otros sacerdotes por turnos de frente y sobre nuestras cabezas todos en silencio y nosotros los nuevos consagrados de rodillas. Sólo repicaban las campanas más grandes y latía una tesitura mística en la catedral completamente saturada. Los sacerdotes imponían –cada uno con distinta presión– sus dos manos sobre nuestro pelo peinado y nos bendecían. Sin duda, así tuvo efecto profundo en mi alma tal escenificación densa.

 

Como conclusión cantamos todos «Te Deum» es decir «A ti gran Dios, te alabamos». Revestidos con ornmentos litúrgicos nos zambullimos en la multitud. Abrumados por miles de buenos deseos llegó la hora del banquete con mi familia y el obispo. Al ocaso aún un momento de oración y luego finalmente fui a casa.

 

Pero ahí me esperaban todavía, para recibirme. Todos los habitantes de mi pueblo natal se habían engalanado y me querían dar la bienvenida. Como recién consagrado era su gran adorno, pero no hubo por supuesto alguna condecoración. Esta oleada duró dos semanas. Mi Cantamisa en mi tierra natal llegó a ser celebrada como una megafiesta. Escoltado por los regidores del municipio y otros prominentes fui a la Iglesia. De nuevo una Misa mayor, otro recibimiento y miles de buenos augurios. Mi deseo era una velada, para bailar, pero fue desaprobada por el párroco del lugar.

 

El día, en el que uno celebra misa por primera vez en su tierra natal, se llama Cantamisa o bien Primicia (procedente del termino latino primus: el primer [servicio litúrgico]). Este día es una fiesta grandiosa. Ahí se homenajea al mismo tiempo la comunidad misma como »origen« de un ser humano tan prominente. En ella coincidieron la condiciones de modo tan óptimo, que Dios eligió ahí un hombre como su siervo y lo llamó, para ser sacerdote. Con este motivo invita el así llamado misacantante o primiciante a un gran tropel de parientes, amigos y gente comprometida, para que coman con él despues de la Misa. Parte de la fiesta son luego también la conversación, juegos, la intervenciones de amigos... Y después del café y del pastel bromea algún antiguo compañero de la escuela o un amigo cercano además durante un discurso ingenioso sobre las debilidades del recién consagrado. Luego va uno a la Iglesia otra vez y preside un momento de oración, el Misacantante bendice a los invitados otra vez solemnemente. Después hubiera bailado durante la velada, pero el jefe del archivo histórico encontró un documento del siglo XVII, según el cual ello precisamente estaba prohibido desde entonces.

 

Como castigo recibí como regalo, lo que ¡oh cielo santo! no quería: una imagen de madera de la Madre de Dios y un talar negro. Con ayuda de ello debería convertirme en un auténtico párroco, para el que son los valores más altos la veneración de María y en seguida la renuncia al mundo. Ahora soy un sacerdote y nadie puede privarme de ello, ya que la consagración sacerdotal vale para siempre.

 

Tras la euforia comenzó la dureza de la vida diaria. Como primer oficio asumí de modo simultáneo la atención pastoral de siete parroquias durante las vacaciones de sus respectivos párrocos a lo largo de siete semanas. En Zwiesel fue vicario junto con otros colegas bajo la dirección de un párroco. De esta manera todavía no asumía un responsabilidad directa por una parroquia. Mi primer párroco era sobre todo un jefe. Nosotros guíabamos como vicarios cada uno distintas áreas como la liturgia, la Evangelización y yo los servicios sociales. Esto incluía la pastoral juvenil, la atención a los enfermos en el hospital, Caritas y mucho más.

 

La preparación de la homilía exigía una sesión obligatoria bajo supervisión del párroco como estricto organizador. Contra su estructura de trabajo yo pensaba a veces: „Para ser un buen párroco, no es obligatorio, ser un buen teólogo o un buen gestor. Mucho más importante es, querer a los seres humanos y tener una sensibilidad ante lo que ellos realmente necesitan”. En la abadía benedictina de Andechs escuché del abad lo siguiente: „A cada monje encomendar según sus habilidades”. Así rezaba el ideal. La realidad es lamentablemente la mayoría de las veces distinta.

 

Como vicario estaba mi colega harto de la situación y encontró refugio cerca de una coordinadora de un grupo juvenil, cuyos progenitores estaban muy comprometidos en la pastoral de la parroquia. Cuando la desposó, fue decretado un absoluto silencio acerca del caso. Ocultar debajo de la alfombra ha sido desde siempre el método número uno en los círculos cléricales.

 

También yo me enamoré en aquel tiempo. Pero continuamente me decía con claridad: „No quiero hijos y de ninguna manera abandonar el ministerio clerical”. Mientras suceden eventos inocuos, nadie se escandaliza. Basta desviar la mirada, disimular, guardar silencio, prohibir. A causa de tantos casos dejé de preocuparme. Con una única compañera de vida permanecería sin problemas dentro de la Iglesia. Mi párroco me quería exactamente a mí como vicario y toleró mi estilo de vida. Era tristemente conocido como un macho alfa hasta el extremo dominante sobre sus novatos. Hoy creo, que nuestro choque permanente se fincaba en mucha celotipia o en un tipo de conflicto no resuelto entre hijo y padre, al que provoqué, hasta que estalló.

 

Los años de aprendizaje no son años para sentirse el dueño. Esto vale también para los sacerdotes jóvenes, los que como vicarios dependen de un párroco. Para las parroquias son ellos la mayoría de las veces aire fresco, porque no permanecen largo tiempo y como novatos aceptan todavía nuevas ideas.

 

Mis celebraciones litúrgicas eran a menudo conforme a las normas de la Iglesia. Ello indica en principio ante todo, qué importante fue para mí la Iglesia, porque hice todo lo posible, para mostrarle actractiva para los seres humanos. Tras seis años de estudio y formación quería yo todavía dejar de advertir, que la Iglesia ya no aporta con su propia autopercepción oficialmente dogmática, lo que sus fieles de ella desearían. Así fueron los primeros años tan sólo una comprensión correcta de aquello, lo que en los exámenes de dogma me había sido indoctrinado. Como estudiante vivía yo en esta nube feliz, mientras que en la praxis concreta llegaba a ser cada vez más claro, que la doctrina está desfasada. Llegó la colisión de la praxis – el desencanto, el que mina en las vivencias aquello, lo que en la teoría llegó a parecer tan mullido.

 

La Iglesia evangélica reformada se entiende muy distinto como asamblea de los fieles. La asamblea reúne a la Iglesia no sólo en torno a la recepción del Cuerpo de Cristo consagrado por un ministro. La fe sola reúne a los hijos de Dios. No tiene un Santo Padre por encima de todos. Sus pastores se legitiman en razón del pueblo de Dios. Sin embargo a pesar de todo me sentía feliz con mi oficio de vicario en aquellos años a tal punto, que creí, poder ejercerlo mejor sin las directrices de un jefe. Entre tanto me postulé para un nuevo cargo.    

 

 

 

Anton Aschenbrenner

Consagrado como sacerdote en 1988 en Diócesis de Passau, Niederbayern, Alemania.

Suspendido en 2003 por el Obispo Wilhelm Schraml de la Diócesis de Passau

y desde 2004 teólogo independiente.

 

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