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Anton Aschenbrenner

Ex-párroco, casado y papá

 

1.5 Nuestra historia de amor

 

La aldea de 1200 almas en Hintereben se convirtió en mi hogar. Como un papá me preocupé por el templo y la casa parroquial, reparaba todas las anomalías y permanecía abierto a todas las propuestas. Como una mamá prestaba oído pacientemente, si a alguien le apretaba el zapato, lo consolaba y lo motivaba. Como un hermano permanecía fiel al lado de los miembros de la comunidad, cuando era necesario, me solidarizaba con ellos, cada vez que necesitaban a alguien, quien les expresara sinceramente una opinión. En torno a mí quería tener sólo hermanas, las que trabajaran a mi lado, pero quienes no se convirtieran en confidentes y novias. Sin embargo sentía siempre mi lecho vacío, estaba cada vez más tiempo en camino y huía de mí mismo.

 

El tiempo y el trabajo en Hintereben me cambiaron poco a poco. De reformador del mundo me convertí en párroco y me convencí de que el enorme mundo cambia, cuando uno se cambia a sí mismo. Nunca más tube el sentimiento del deber de mejorar el mundo entero. Cambie el mundo de mis ovejas a través de muchas cosas pequeñas. Y ellos cambiaron también el mío paso a paso. Cada vez me llamaba más la atención, cuánto me faltaba la compañía de una familia. Cuánto más me dejaba atrapar por la soledad, tanto más tomaba conciencia de mi aislamiento interior. Mi interior estaba vacío. Y constaté, que se esfumaba mi convicción juvenil, según la cual yo no necesitaba una vida normal con una mujer y una familia. No era fácil, venir a casa y estar ahí solo. Otros conversaban con su pareja, hablaban sobre las vivencias de cada día: eso me faltaba.

 

Durante la administración del Bautismo pensaba todavía en aquel tiempo, que yo jamás hubiera querido traer un bebé a este mundo, había ya suficientes niños, quienes necesitaban el amor y la ayuda de otros. No obstante observaba, qué felices eran los progenitores con su bebé recién desempacado. Yo era el sacerdote preferido para la celebración de las bodas en toda nuestra región. Nunca sentí el amor nupcial en concreto. Decirle a un ser humano: »Te amo, contigo quiero compartir mi futuro« y frases semejantes eran para mí solamente fórmulas retóricas.

 

Nunca busqué en aquel tiempo una pareja, pero disfrutaba como interlocutor de otros, justamente en el círculo de las colegas de enseñanza. En 1994 llegó Birgit a la escuela de eseñanza secundaria de nuestra parroquia rural. Ejercía como maestra de Geografía e inglés. Después de la comida del medio día nos reuníamos cada vez más a menudo: paseos por le bosque, ahí contemplábamos la naturaleza; tiempo después, en el transcurso del invierno, tomábamos té con frecuencia juntos. Ella me fascinaba y yo le fascinaba.

 

Fue un poco antes de Navidad. Yo celebraba un Misa rorata durante el Adviento. Roratas son celebraciones, en las cuales la Iglesia se deja iluminar solamente con flamas de velas antes del amanecer. En esa Misa participó también Birgit. Durante las ferias de Navidad visitaría a sus progenitores y después del día de San Silvestre viajaría a Londres. Aquellos días festivos atendí a muchos fieles. Después de aquella Rorata se acercó Birgit a mí y quisimos brindar con vino caliente. Así comenzó un tiempo totalmente nuevo para nosotros. Esperé el año nuevo en suspenso, como cada año...

 

Nuestra relación avanzó con rapidez. Y lo que comenzó como una buena amistad, creció más íntimamente. Birgit era evangélica reformada, pero entendía con claridad el significado del celibato. Respecto al celibato yo no sentía remordimientos. Frente a Dios podía responder por ello. No miraba la relación con mi confidente en mi servicio pastoral en absoluto como problemática.

 

Me parecía claro, que sería problemática, sólo si surgieran hijos de tal relación. Ya que los hijos estaban excluidos definitivamente, desatendí esa posibilidad. Compartíamos muchas convicciones sobre la justicia, lealtad, protección del medio ambiente, ideas pedagógicas y espiritualidad. Nunca le oculté, que yo no quería matrimonio ni hijos y que quería ejercer definitivamente como sacerdote.

 

Tras la toma de posesión de mi primer parroquia renuncié a habitar en la casa del curato, pues ahí habitaba todavía el anterior párroco de 80 años de edad. Me instalé en un granero de un aldeano y su mujer, con los que comía también en común la mayoría de las veces. Cuando Birgit no encontró ninguna vivienda adecuada en la aldea, se instaló en el mismo granero. Al principio nos comportábamos reservados, pero la aldeana ató cabos rápido y nos dijo: »Bajen a desayunar con nosotros«. Su curiosidad era enorme, tolerancia y franqueza no más pequeñas. Nuestra relación fue clara rápidamente para todos. Además en una aldea no puede uno nada ni a nadie ocultar, el intento mismo sería ridículo. Y ahí, lo que la aldeana anciana sabía, pronto lo sabían todos, jamás ocultamos nuestro nexo. Cada vez más a menudo escuchaba yo, cuando alguien me invitaba a comer a su casa: »¡Puedes traerla contigo!«. Birgit titubeaba pero poco a poco tomó conciencia del favor y cariño de aquella gente. Aprobaban nuestros paseos matinales, vernos juntos de compras y cada vez más habitualmente en el baile de las bodas. Ahí bailábamos durante horas.

 

Entre tanto llegó a estar tan enfermo el antiguo párroco, que a consecuencia de una enfermedad cardiaca debió mudarse al asilo de ancianos. Para renovar el curato desocupado ahora para nosotros dos, donó la comunidad mucho dinero. El hecho de tener una confidente, no me causó remordimientos. El ecónomo de la diócesis dirigió la obra, nos vió profundamente a los ojos a ambos y nos preguntó: »¿Quieren permanecer realmente en esta aldea? ¡Saquen provecho pues de esta inversión!«. Respondí claramente ¡Sí! También Birgit asintió y el ecónomo se alegró, porque ahora sabía, que yo no dejaría el ministerio, sino que permanecería fiel a la comunidad parroquial.

 

Renovamos la casa parroquial, es decir no sólo de palabra, sino colaboramos con nuestras manos. Para la aprobación del proyecto vino de nuevo el ecónomo diocesano. Todos los detalles fueron supervisados. El Consejo Parroquial y el ecónomo diocesano celebraron la bendición. Sin problemas entregaron a Birgit el convenio para el cuidado del edificio firmado por los responsables y enviado al obispo. Todo estaba en orden. Cada mañana abríamos la ventana de nuestro dormitorio y saludábamos amistosamente a los aldeanos. Venían amigos de visita y miembros de la familia pernoctaban en el dormitorio en la recámara oficial de Birgit. Cuando la gente venía a la casa parroquial, les parecía fascinante, que el curato no estuviera cerrado, mientras yo atendía a otros miembros de la comunidad, sino que Birgit constantemente estuviera a disposición.

 

Así entablamos relaciones de amistad con todos. Con motivo de algunas invitaciones me presionaban, para que a toda costa Birgit me acompañara, pues ella estaba totalmente integrada en la comunidad y lo está hoy todavía. Por cierto entre el pueblo católico de las aldeas de Bayern nadie cree en el sentido de la obligación del celibato clerical. Por su parte me envidiaban mis colegas. Sus ovejitas venían a mi parroquia. Uno de ellos estalló contra mí en sus homilías y me imputaba un catolicismo erótico engañoso y satánico. Muchos otros párrocos católicos vivían felices con sus confidentes. Así ha sido naturalmente y seguirá siendo. Pero cómo yo hice pública mi relación ¡silvó el arbitro! Mis colegas suministraron información al Vicario General, quien me llamó a su oficina. Yo debía esclarecer, que tipo de relación tenía con esa mujer. Dije: ¡muy buena! Si ella era mi amiga, me preguntó. ¡Por supuesto, pues jamás podría yo habitar con un enemigo en casa! Si yo dormía con ella, me preguntó él. Sí, dormimos bajo el mismo techo. No, usted sabe claramente, lo que intento decir, respondió tajantemente. De veras no lo sabía, pues debía preguntar más bien, si teníamos relaciones sexuales. Y terminó así: »¡Basta, dejémoslo así!« Mi entrevista terminó. Hasta ese momento no tuve necesidad de concretizar el asunto. Y también por parte de la Iglesia me alegró, poder dejar todo de lado, así como estaba.

 

Otro colega envió una columna de un periódico al Vicario General: »Consejo parroquial aprueba al Párroco unánimemente la construcción de una casa para su mujer«. »¿Qué pretende?«, me preguntó el Vicario General, cuando ingresé a su despacho sin sospechar nada. »¡Anda que te den por el cu&@!«, dije: »El Derecho no me obliga a vivir solo en casa, no se preocupe, además está ya casi arrendada«. La heredé de mi abuela, la vendí y con ese dinero compré un rinconcito en Hintereben, sobre el cual me permití construir una casa. El Vicario General se tranquilizó.

 

En seguida fijó su mirada sobre mi mano. En el dedo anular lucía yo un anillo de oro. Me reclamó: »¿Qué significa eso?«. »El obispo porta también un anillo, porque él ama a su Iglesia« dije como respuesta. »En esa forma nunca la amará usted«, replicó él y debí advertir, que yo no era el único en la Iglesia en portar un anillo.

 

Lo que en mi parroquia fue aceptado sin problema como un secreto a voces, fue en la cúpula un juego raro de ocultamiento. Cada uno lo sabía y en efecto no sólo repetido por mí mismo, sino también por otros, pero no debía llegar a ser público en ningún caso. Hay que preservar las apariencias.

 

La casa parroquial era magestuosa y grande, pero a pesar de su renovación no tan acogedora. Yo había heredado la antigua casa de mi abuela y luego la había vendido. Mi madre me había insistido: »¡Consérvala como seguridad, por si alguna vez te metes en problemas con la Iglesia!« Sin embargo la vendí y construí otra en Hintereben, para en mi ancianidad tener un rinconcito seguro. Muchos me ayudaron. Juntos construimos una casa con muchos vidrios. Yo quería transparencia. Mi comunidad parroquial presentó su anhelo a la Diócesis y ésta me permitió al final, instalarme ahí con Birgit, y me desligó de la obligación de residir oficialmente en la casa parroquial.

 

Mi propia casa estaba ubicada exactamente a medio trecho entre mi anterior parroquia Hintereben y mi nueva comunidad parroquial en Böhmzwiesel. Con motivo de la renovación del curato no nos visitó afortunadamente el nuevo obispo de la diócesis, sino el afable obispo emérito, quien me pudo aguantar a pesar de nuestras opiniones distintas.

 

Era septiembre, Birgit y yo regresamos justamente reflexivos de nuestras vacaciones y sabíamos ya algo, lo que el obispo no podía sospechar.

 

 

Anton Aschenbrenner

Consagrado como sacerdote en 1988 en Diócesis de Passau, Niederbayern, Alemania.

Suspendido en 2003 por el Obispo Wilhelm Schraml de la Diócesis de Passau

y desde 2004 teólogo independiente.

 

Vínculo matrimonial y familias en situaciones complejas

 

Desafíos de la caridad para la Iglesia y Sínodo de los Obispos sobre la Familia
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