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Anton Aschenbrenner

Ex-párroco, casado y papá

 

1.6 Mi hija Dorothea como don de Dios

 

Simplemente lo supe.

 

No porque mi esposa Birgit me lo hubiera dicho. Por el contrario Birgit desapareció para un chequeo por el ginecólogo. Se fue simplemente – »de compras« supuse–, nuestras vacaciones terminaron súbitamente. Ella no regreso durante un largo tiempo. Yo estaba un poco enojado, todavía con más hambre, pero sobre todo extremadamente intranquilo. Simplemente lo supe. Esperabamos un bebé. Indicios de ello no había en absoluto para mí. Para ella probablemente sí, de lo contrario no hubiera ido al chequeo médico. ¿Qué sería ahora de nosotros? Nunca supe en aquel tiempo, que ello no sería una catástrofe destructora, sino una catarsis. Hoy lo sé a partir de mi experiencia sanadora.

 

Ella regresó finalmente y me comunicó, lo que ya presentía o aún mejor ya »sabía«. Pues bien estábamos por fin embarazados. Nos sentamos en el invernadero – atónitos. Caminábamos por el bosque – sin palabras. Nos matuvimos entrelazados – frente a un precipicio. Otros brincarían tal vez llenos de alegría; nosotros estábamos paralizados por el miedo. Sin embargo permanecer callados tampoco ayuda, a volver por el tunel del tiempo. Por tanto el show debía continuar – de alguna manera. Además ya estaba reservado el vuelo para las vacaciones en Mallorca. Desde mis años como futbolista permanecía aquella frase juvenil válida para toda ocasión: ¡Mira!

 

Por los monumentos de Mallorca no tenía yo interés alguno. Birgit no tenía apetito – eso fue lo peor. Ya que lamentos y melancolía nada podía cambiar, nos fuimos de excursión y debimos alimentar nuestra frágil esperanza con el prolijo césped de la comarca. Sabíamos, que lo lograríamos, aún cuando este »bebé« aún no alteraba el contorno del vientre de Birgit ningún cambio aparecía.

 

Si Dios da la liebrecilla, también da la comidilla. Nos llenábamos de valor e intentábamos esconder lo sucedido. Y además: Las primeras doce semanas de embarazo están en todo caso llenas de incetidumbre. Entre tanto aguardar y tomar té. Así callábamos ante nosotros y ante los demás. ¡Uno no quiere volverse loco! A pesar de ello – no puede uno acallar sus propios pensamientos. El propio cerebro trabaja a toda marcha, busca caminos, salidas y rodeos. Fue naturalmente claro, que este cambio grande en nuestra vida significaría el abandono de mi oficio soñado como sacerdote. A pesar de ello tomamos en consideración tras un primer tiempo taciturno, si y cuáles salidas habría. Llenas de sentido no fueron fácil de encontrar, si yo en adelante ejerciera como sacerdote católico. ¿O quizá debiera nuestro bebé crecer al lado de un papá falso conforme a los documentos oficiales? Impensable. No, el bebé nos pertenece y le pertenecemos. Juntos lo logramos. Decidimos, que abandonaría mi oficio. Nuestra propuesta fue: Yo permanecería en el hogar y mi mujer ganaría el dinero. »¡Mi mujer!« Además podía yo tajar leña, cortar el césped y algunas cosas más. El »varón« también es capaz de aprender.

 

Me sentía feliz, de que mi familia se alegrara conmigo. Cumplía mis cuarenta años. El salón parroquial estaba completamente lleno a mediodía, los invitados también ya un poco jocosos. Un campesino amigable increpó: »¡Arriba, él debe vivir! ¡Arriba, el debe vivir! Tres veces ¡Urra!« A ellos otros agregaron: »Debe tener hijos, debe tener hijos, tres veces nueve«. Todo desembocó en risas. Después de la Misa vespertina lo festejé con mi familia en casa otra vez. Aproveché una pausa para el diálogo después de la cena: »Por cierto queremos entregarles un regalo de aniversario – seremos papás«. Se quedaron mudos: callados, más callados y calladísimos, hasta que mi cuñada prorrumpió: »¡Estupendo, es verdaderamente genial, enhorabuena!«. Mi padre parecía escéptico, ponderaba, si yo resistiría el peso del futuro. Luego venció sin embargo su orgullo familiar: »Entonces por lo menos no se extinguirá el linaje Aschenbrenner«. Esto rompió el hielo.

 

Tras las vacaciones me despedí de la escuela parroquial – ninguno debía darse cuenta y debíamos funcionar, como siempre. A su jefe, al director de la escuela, debía Birgit decírselo. Por mi parte se lo confié a un amigo, al colega y pastor de la Iglesia evangélica reformada. El me dijo: ¡Magnífico, entonces vente ahora a trabajar con nosotros! Yo le dije: ¿Sería posible? Él respondió: ¿Por qué no? ¡Ocurre cada vez más a menudo! Pregunté: ¿Cómo? Me dijo: Ya te conozco y puedo presentarte a mi obispo. Acepté: ¡Hagámoslo!

 

En un satiamén acordamos una cita con su obispo. Manejé hacia Regensburg. Todos fueron ahí muy amigables, no tan rancios y arrogantes como en las oficinas del Obispado católico. Tan sólo para dialogar, como si ya nos hubiéramos conocido desde antes. Hablamos y reímos, como si mi »colega« reformado hubiera proyectado nuestra amistad en su obispo. No obstante estimó al final el amigable obispo reformado: »Sepa usted, que su obispo católico no le permitirá irse. Seguramente tendrá él una propuesta mucho mejor a la nuestra. Hable usted no obstante primero con él«.

 

Yo debía meterme en la cueva del lobo y decírselo. Casi tendría que »confesárselo«. Pero »confesar« debe uno sin embargo solamente un pecado. ¿Puede entonces ser el amor un pecado? Jamás. El amor lo proclama uno públicamente en el mejor de los casos. Y llegó el tiempo para ello. Yo estaba ya bañado de sudor al teléfono. »¿Cuál es su asunto y qué tan urgente es?«, fue la pregunta. Debía tratarlo tan sólo con el Vicario General. Por lo tanto le llamé. Reconoció mi voz inmediatamente e intentó ser más amigable. A pesar de ello debía hacer fila de acuerdo con la lista de citas y esperar una semana. Un sentimiento perplejo como el del enfermo antes de un diágnostico médico. En casa debí dejar pasar todo como de costumbre. En mí germinaron no obstante ciertas preguntas: ¿Cuándo terminaría todo esto? ¿Ante qué debía enfrentarme?

 

Ingresé a las oficinas de la mitra. Suntuosidad se mancorna ahí con distancia fría. Debí esperar. Frente a mi asiento era exhibida la revista del obispado. Contemplaba con más gusto la niebla de noviembre a través de los cristales, la que flotaba sobre las ventanas de la residencia. Me concederion entrar. Ya nos conocíamos, pues esta era la tercera vez para una cita con el Vicario General. La primera vez con motivo de la pregunta por mi relación con Birgit y la segunda para aprobación de construcción de la casa parroquial. Sin embargo no conocía el Vicario General la razón de mi visita actual. Él comenzó con la primer embate: »¿Cómo les va a los aldeanos de tu parroquia?« No quería desviarme mucho con coloquios. Su primera reacción: »¡Así que una porquería!« Su lenguaje llegó a ser aún más llano: »¡Es una mier#@! Debes hablar con el obispo. Al respecto no puedo hacer nada«. Esta vez me concedieron con más prontitud una cita, pero debí esperar aquel día todavía más pacientemente frente a la puerta.

 

Finalmente – se abrió la puerta, el obispo se sentó detrás de su escritorio barroco y me asignó un lugar en el sofá. Me habló de la potencia de la oración, del amor íntimo con Jesús, de la confesión saludable y que él imperturbable contaba con el arrepentimiento de mi pecado, para que yo pudiera cumplir de nuevo fielmente mis obligaciones como sacerdote. A decir verdad completamente atercipelado. Además rechazó estar enojado. Luego se convirtió en burócrata. Anotó minuciosamente el nombre de mi mujer, edad, puesto de trabajo y otros detalles y concluyó entonces casi sonriente: »¡Como funcionaria puede ella sola en todo caso criar un hijo! Y para todo lo demás encuentra uno después con el tiempo caminos apropiados«. Yo debía volver al redil y atarme a Jesús. El obispo oraría por mí, para que yo encontrara al camino correcto hacia su redil. Yo debería reportarme en una semana. Y naturalmente callar.

 

Mientras callabamos, llegó el así llamado Adviento, Navidad, San Nicolás y San Silvetre. En esos días me citó el obispo. Intenté esclarecerle: No me lave el coco. Amo en serio a Birgit. No me arrepiento. Por eso amo a Cristo a pesar de ello e igualmente a mi comunidad parroquial. Para mí no hay una alternativa excluyente entre lo uno y lo otro, sino una inclusión entre tanto lo uno... como también lo otro – y eso no es algo nuevo. Fin del diálogo. Según él yo era un tipo sin miras. Debía reflexionar sobre mí mismo y en una semana solicitar por escrito mi dispensa del celibato, mientras permanecía en un silencio aún más estricto.

 

Tranquilamente dormí todavía algunas noches después de esto. Birgit supo, que yo no la abandonaría. Permanecería junto a ella y junto a nuestro bebé – de la misma manera como José en los días antes del nacimiento de Jesús permaneció junto a María durante su embarazo, sin temer ante los poderosos, y no encontró techo, para hospedarla durante el parto. La historia de la pareja de José y María en búsqueda de posada, del embarazo de María y de Herodes suscitó en mí en estos días una resonancia peculiar. Más allá de la confusión y de la angustia por el futuro, las que seguramente cada pareja experimenta, mientras llega su primer hijo, nos consoló esta situación extrema. Por lo menos teníamos nosotros alojamiento.

 

Ahora me quería la Iglesia destituir de mis derechos como párroco de una comunidad. ¿Por qué justamente ahora? Con permiso de los directivos de la diócesis había vivido a lo largo de un año con Birgit en la casa parroquial y ahora me exigían una carta super-secreta, para solicitar dispensa del celibato. Yo quería con gusto cumplir mis deberes como párroco, pero de igual manera quería fielmente al lado de Birgit y de mi bebé cumplir mis deberes de esposo y papá.

 

El tiempo transcurría, la Navidad se acercaba cada vez más. Debíamos mantener en secreto, lo que pronto cada uno podría saber. Todos se alegraban por la »fiesta del nacimiento« de Jesús, mientras nosotros lo aguardábamos con sentimientos perplejos. No sabía, si debía aun esforzarme, por preparar las homilías del tiempo de Navidad. Cada día podía ser el último. Finalmente llegó la »fiesta del naciemiento«. Antes no me habló el obispo personalmente, para desearme feliz navidad. Para que yo pudiera presidir las ceremonias navideñas sin pecado, debía de inmediato confesarme y no yacer junto a mi mujer. Lo sabía: Nadie quería causar un escándalo durante la Navidad. Si uno celebra el nacimiento de un hijo no planeado. El templo parroquial estaba completamente lleno la noche de Navidad.

 

Tras la celebración litúrgica de fin de año el día de San Silvestre me llegó el decreto de remoción, con mi firma debía confirmar al obispo la recepción de dicho documento. Todo se acabó. El 6 de enero, día de la Epifanía del Señor, debía yo leer ese escrito en cada Misa y despedirme personalmente con un par de palabras. Y después de ello: de nuevo callar.

 

Muy adecuado, pues el tema del concierto de Epifanía para beneficiencia social fue: »Dar un hogar a los niños«. Sobre ello pude predicar de veras con todo el corazón. ¡Qué importante es, que los niños tengan un hogar, lo cual significa mucho más que un techo para habitar. Un hogar consta de progenitores, quienes aman a su hijo y se compromenten por su bienestar. Eso quería yo hacer justamente. En cierta manera por obediencia a mi obispo en el contexto de este día. Cierto, el fundamento del mensaje fue previamente la desobediencia, lo sabía. El obispo estaba en su derecho. Y yo era un pecador, un pecador contumaz, renitente y sin arrepentimiento, e incluso orgulloso de lo que había hecho. En la medida en que yo había roto mis vínculos con la comunidad de los santos, yo estaba de hecho excomulgado según los jueces del tribunal del obispado. La excomunión oficial y por escrito me llegó dos meses más tarde. En cambio no fue repudiado por los fieles de mi parroquia. Ellos me ven todavía con gusto, cada vez que regreso a ella. Si no me dejo ver tan a menudo, se debe a la abundancia de trabajo, la que yo como sacerdote independiente debo realizar hoy con gusto – eso es también una prueba, de que el trabajo, la espiritualidad, mi mujer y mi familia no se excluyen entre sí. Es decir, que no hay lo uno o lo otro, sino un feraz tanto lo uno como también lo otro.

 

El callar y silenciar llega ahora a su final. Desde el 6 de enero de 2003 he decidido hablar y dejar a otros participar en mis reflexiones, acerca de cómo nos ha ido en mi familia. Un aldeano me dijo aquel 6 de enero: »¡Anton, si llegas a tenir un hijo, entonces me lo traes para adoptarlo como padre!«. Un párroco vecino me recomendó: »Si quieres venir conmigo, puedo ayudarte por medio de una abogada, la que se preocupa por estos casos. Hubo muchas otras propuestas de solución. Por ejemplo, que mi bebé fuera criado y educado en una buena casa-hogar. Sin embargo para nosotros todas ellas inaceptables.

 

Nos habíamos comprometido mutuamente. Ahora debíamos esperar al bebé. Supimos, que sería una chica. Y ella debía llamarse Dorothea – Don de Dios. Tres semanas antes de la cuenta llegó Dorothea al mundo – por fin estaba aquí y con ella llegó el verano de 2003 en el bosque de Bayern.

 

Por dondequiera busqué un puesto de trabajo. En la escuela popular, en el convento, en la abadía. Soy teólogo con destreza lingüística y con experiencia pedagógica. Según Dios el Señor era idóneo, pero según el señor obispo no. Cada vez llegaba una contraorden. Descartada cualquier labor formativa: No, alguien en pecado mortal no debe ejercer en una institución educativa. Nunca más debía yo asumir propuestas para la educación y cada vez fueron más escasamente ofrecidas. Busqué un puesto como organizador de peregrinaciones a un santuario, reservaciones de hotel, agente de viajes entre otros. Sin embargo para ello tampoco convenía alguien, que vivía en pecado grave.

 

Y cuando a fin de cuentas me convertí al protestantismo, fue también la Iglesia evangélica también cauta. No podía sumarme inmediatamente a ella, pues los católicos son miopes y antes debía estudiar, ser probado en la praxis y salir airoso de ello. Sin embargo triunfaron mis interlocutores y amigos y pude comenzar con mi labor para el inicio del año escolar 2003-2004 como maestro evangélico-reformado de religión en una escuela secundaria de Passau, Alemania. Todo fue maravilloso: la escuela, los alumnos, el director, los colegas. Sin embargo mi anterior obispo católico apeló a un cuasi-convenio entre la Iglesia católica y la reformada: El anterior obispo puede prohibirle al obispo de la nueva confesión, proporcionar un oficio al sacerdote convicto dentro de la región donde éste último ejerció su ministerio. En ninguna parte consta esto por escrito, pero es una costumbre, a la que apeló públicamente mi obispo católico. En el fútbol se le llama a ello amonestación y le sigue la mayoría de las veces la tarjeta roja. En mi caso no hubo lamentablemente ningún árbitro, para contener dicha penalización. La petición de los directivos de la escuela, de los colegas, alumnos y sus padres no logró disuadir a mi obispo católico de ella.

 

Por fin me abrieron una puerta. El Padre Prior de la abadía benedictina de Andechs buscaba un empleado. No se trataba del control de calidad de la cerveza de la marca de dicha abadía, sino de la instrucción para asesores de acuerdo con la regla de San Benito. A nadie le cuestionó, que yo entretanto me hubiera convertido a la Iglesia reformada. Las diferencias son en efecto mínimas, a veces me parece, que están implicadas sólo intereses de poder. Tras tres cursos fue efectiva mi labro en la abadía. No obstante me despedí finalmente de ellos, para transitar por mi propio camino.

 

Hoy me alegro mucho por ello. Todas ellas fueron importantes decisiones. Apartarme significó separarme de la Iglesia. Desprenderse de algo, que era demasiado estrecho significó liberarme. Una oruga abandona el capullo y como mariposa se eleva volando hacia los tonos multicolores. Tomar decisiones es bueno. No debe uno aplazarlas ni traicionarse a sí mismo. Las decisiones no deben además ser tomadas de una vez y para siempre, sino deben cada vez ser tomadas de nuevo. Incluso en favor de mi compañera no me decidido fácilmente sólo en una ocasión, sino me decido cada vez de nuevo en favor de ella agobiado por el esfuerzo y el sufrimiento, me he dehado transformar por la vida compartida y con ello afronto el peligro de equivocarme, al permanecer al lado de una compañera. Ello exige fidelidad a una persona concreta y distinta a la fildelidad a una asamblea universal como la Iglesia – a las normas exigidas por ella.

 

A tomar mis decisiones me ha ayudado un amigo, también ex-párroco. Él dirige en en día una escuela de Yoga en la región del Rin. El aliento se mantiene por sí mismo, si uno tan sólo lo deja libre. Uno lo puede acompañar con un mantra, por ejemplo «déjalo». Mi convicción es, que no hay sólo una decisión única en la vida, sino actitudes y elecciones fundamentales. Antes de elegir uno y otro camino, puede uno reflexionar acerca de muchas posibilidades, uno puede ponderar, visualizar y muchas otras cosas más  pero en algún momento debe transitar un camino. La razón me parece ser como un bastón para apoyarme. El vientre es en cambio más bien del compás, que sabe la mayoría de la veces de antemano, hacia dónde quiere ir. Nuestra intuición sabe más que el entendimiento. Y por ello he seguido más bien mi intuición. Lo sabía: ella me ha indicado el camino.

 

Y lo supe: Pertenezco a mi esposa Birgit y a nuestros hijos pues entre tanto hemos decidido esperar un segundo bebé. Sí, ahora lo sé también: Quien tiene hijos, tiene más vida.

 

Anton Aschenbrenner

Consagrado como sacerdote en 1988 en Diócesis de Passau, Niederbayern, Alemania.

Suspendido en 2003 por el Obispo Wilhelm Schraml de la Diócesis de Passau

y desde 2004 teólogo independiente.

 

Vínculo matrimonial y familias en situaciones complejas

 

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